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POR FALTA DE COMPROMISO
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1. Retirada. Para la gente de las letras las vacaciones son ocasión inmejorable para ponerse al día con la lectura atrasada. Este columnista suele destinarlas a leer novelas, género que, en buena medida, se dijera en retirada hoy día. No es que no se produzcan novelas; es más bien que escasean las interesantes y no abundan los autores del género que se entienda imprescindible conocer. Esta pérdida de interés tal vez responda a que, en un planeta y siglo dominados por infoentretenimiento, propaganda y publicidad—es decir por las variantes de quebranto del logos alguna vez entendida como neomal— se hace progresivamente más difícil entender qué es lo que pueda aportar una ficción al entendimiento del siglo XXI.
Ya hacía bastante tiempo que otro género ficcional, el cuento moderno, aquella variante del relato acuñada por los periódicos del siglo XIX y por maestros como Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant o Anton Chejov, había perdido su encanto, probablemente por la incapacidad de los cuentos, salvo cuando son recogidos en volúmenes en alguna medida unitarios, como las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, laMisteriosa Buenos Aires de Manuel Mujica Láinez o inclusoDe qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver, de producir o manifestar una perspectiva homogénea, una alternativa a eso que es nuestra vida. Dicho de otra manera, el cuento suele ser el dominio de la anécdota mientras la novela, como se sabe, descorre un mundo.
Pero, por más mundo que se asuma trae, también la novela ha perdido interés (y eso que se trata de un género notable por lo maleable y multiforme). En el siglo XX, por ejemplo, D H Lawrence ya había subrayado que era preciso resignarse a que los escritores, es decir los escritores de ficción, eran “todos unos malditos mentirosos”, retomando con crudeza y resignación aquel llamado a la “suspensión del descreimiento” alguna vez realizado por Samuel Taylor Coleridge. El asunto, de todas formas, siempre ha sido qué verdad puede encontrar el lector en la prolongada mentira convenida por las novelas: la retirada del género, no tanto de los cansinos estantes de las librerías como sí de la atención de aquellos más dedicados a elaborar pensamiento, responde a un crecido decaimiento de su verdad.
De todos modos, para sus practicantes, como por ejemplo este columnista, el género debería tener algo para decir, a pesar de que la rutina de consumir novelas que cada día parecen más escritas para su puesta en pantalla, casi como si fueran guiones, pareciera demostrar lo contrario. Es por ese motivo que este caluroso enero acometí por fin con dos novelas cuyo comienzo, alguna vez, me había resultado llamativo. Los arranques de novela no son un accidente; son su punto de ignición: desencadenan todo lo que va a venir. Basta pensar en el Quijote, en Tale of Two Cities, en Moby Dick, en El lazarillo de Tormes, en El señor presidente o en las Memorias de Adriano paran calibrar que, en las novelas, las líneas iniciales desatan el elemento a ser narrado —son el punto de fisión que hace que aquello que era nada más blanco de página ahora sea el desencadenarse una fuerza.
2. Una más. Hace ya hace años en Madrid, cierta tarde, Henry Trujillo me mostró su flamante compra, en traducción castellana, de la Earthly Powers, de Anthony Burgess, cuyas primeras líneas me resultaron ejemplares.
| Burgess la había publicado allá por 1980, y hoy es por muchos considerada su mejor obra, al tiempo que su apertura también es proclamada una de las mejores de lengua inglesa en las últimas décadas. | ||||||||||||||||||
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