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DIRECTOR: Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo
Osorio, Iván Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIAL: Fabio Jurado Valencia,
Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Óscar Collazos, José Chalarca,
Marcos Fabián Herrera, Maldoror, Sergio Trujillo Béjar, Fabio Martínez, Fernando
Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL
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con el asunto “Retiro”
Lírica 150
Crónica de un viaje al país de la muerte
Por
Gonzalo Márquez Cristo
Foto realizada por Nereo López
¡Más
miedo me da almorzar!
Santiago
Araújo Vallejo,
a sus cuatro años
Ahora que evoco los tres meses de infructuoso
periplo donde reinó la ignorancia de los reverenciados médicos, convertidos por
la postmodernidad en tecnólogos dedicados a la adivinación, debo mencionar que
en aquellos días el básico acto de comer se había convertido para mí en una
experiencia dramática, y que me identificaba con un amiguito, quien había
enfrentado a un obrero que lanzaba piropos a su atractiva mamá, con tan airosa
decisión que ante la pregunta del rudo albañil: “¿No le produce temor
enfrentarse a un hombre tan fuerte?”, el niño le respondió con sus brazos en
jarra: “¡Más miedo me da almorzar!”
Por entonces alimentarme, la más notable
afirmación de la vida, se convirtió en una experiencia tortuosa que me llevaría
a juzgar gran parte de los alimentos, hasta llegar a proscribir –producto de la
desorientación de los especialistas que visitaba y de un examen de patología
interpretado por un verdadero rufián–, a los lúdicos guisantes o al engreído pargo
rojo por una extraña condición letal, o al arroz que han relacionado con el
maná bíblico, e incluso al festivo tomate, por ser fuente de una despiadada
alergia que se había apoderado de mí. Desconcertado emprendí entonces un auto
de fe contra los más inocentes alimentos, apuntando en una libreta todo lo que
comía, proceso que me llevaría a atribuir a las cerezas una perversidad sólo
comparable con la que investía a la incendiada zanahoria, y a inculpar al
brócoli –diminuto árbol que antes me era deleitoso– de ser más nefasto que los
baobabs del Principito.
Continué mi periplo aciago y en una ocasión,
después de un desayuno que podría definir como agreste para omitir detalles
fisiológicos, ingresé por urgencias a una clínica donde me recibió un verdadero
comediante, el Dr. Vera, quien cultivaba la risa como remedio y acusando al
estrés de mi oscura situación proclamó enfáticamente: «Si
la escritura le causa angustia abandone la literatura que ya nadie lee, si su
mujer le produce ansiedad conquiste una más joven, si la grave situación del
país le preocupa váyase a vivir a un isla griega»;
sabios consejos que nunca podré menospreciar. Así me fui tranquilizando
mientras me realizaban horas más tarde una endoscopia (biopsia incluida) de la
que al despertar me encontré ensangrentado como si hubiese sido perpetrada por
Mel Gibson; procedimiento que posteriormente tendría ribetes de alarido.
No es mi intención exhumar sombras sino
iluminar un camino vilmente estigmatizado, por lo que me permitiré relatar
algunos acontecimientos donde la paradoja se convirtió en norma. Después de
numerosas citas médicas y de exámenes innecesarios, recibí por correo
electrónico el 24 de diciembre como nefasto regalo de Navidad, a las diez de la
mañana, los resultados de un examen donde se me diagnosticaba la lesión
cancerígena. Esto lo refiero pues todavía no entiendo cómo se puede enviar una
noticia tan adversa de esa forma tan impersonal, tan indolente. Sin embargo el
ruin gastroenterólogo cuyo nombre omito, quien practicó la inmersión en mis
entrañas, confundió –lo que es asombroso– el esófago con el estómago, y luego
emprendería un viaje de agradables vacaciones, a pesar de la orfandad en que me
dejaba.
Comenzó entonces un proceso despiadado que me
llevó a emprender mi lucha contra el poderoso huésped, el temerario cangrejo
(del griego carcinos: καρκίνος), que según las nuevas teorías médicas siempre
está al acecho, caminando de lado, oculto en todos los seres humanos,
aguardando un momento propicio para comenzar su callada rebelión, tal como lo
presentí en “La escritura del abismo” publicado en mi poemario La morada
fugitiva catorce meses antes de la estremecedora revelación, y escrito con
tres años de antelación a la noticia descrita.
Esa mañana de Navidad el caos se apoderó de
mí y creí que de no comenzar el tratamiento moriría en la siguiente hora, sin
embargo ante la imposibilidad de contactar un especialista debido a las fiestas
de fin de año, me refugié en la luz del gran Epicuro de Samos, quien dijo para
mi bien: «El más estremecedor de los males, la
muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos ella no es, y
cuando la muerte está presente entonces nosotros no somos».
Sosegándome permanecí en silencio sin
encontrar horizonte. No obstante la magia advino muy pronto pues el artista
Eduardo Esparza se propuso alinear las estrellas –no lo puedo decir de otra
manera– y luego de enviarme su grabado “Espantemos la muerte” bautizado con una
frase mía –esperando que el título fuera profético–, urdió en su finca de Tabio
mi acceso a la esperanza.
“Espantemos la
muerte”, grabado de Eduardo Esparza
Desde ese momento reinó el milagro. En forma
increíble se fue tejiendo la ruta para llegar a uno de los especialistas
imposibles que recomendaban en los círculos científicos de Colombia, y fue así
como el 26 de diciembre, después de un encuentro inmisericorde con otro galeno del
que prefiero no hablar, mi hermano Jaime (Director del Postgrado de Periodoncia
de la Universidad El Bosque), me llamó intempestivamente para comentarme que
una hora después teníamos cita con el cirujano perseguido, pues el jeroglífico
se resolvía por fin a mi favor. Desde ese momento se tejió un manto protector,
pues supe para siempre que uno se enferma solo pero se salva acompañado.
Minutos después, Andrés Muñoz Mora, figura
paradigmática de la gastroenterología colombiana, al analizar mis exámenes que llevaba
en una carpeta mojada por la lluvia, afirmó que todos eran erráticos, que él
mismo me practicaría una endoscopia para despejar las ambigüedades, dando las
explicaciones que yo había querido escuchar meses antes; y al constatar su
diagnóstico muy pronto me instalaría un catéter en la vena subclavia –que lo
sentí día y noche como un pájaro de teflón inserto en mi pecho–, y así el ocho
de enero pude comenzar un tratamiento de 63 días, que involucraba un coctel de
tres poderosas quimioterapias, que entrarían en mí como un río de lava, donde
afortunadamente los efectos no serían tan devastadores como reza la tradición.
Tal vez parezca divertido para algunos pero
me encontré, a la semana de haber comenzado el tratamiento, entregado a la
superstición. Me sentía por momentos el protagonista de La búsqueda de lo
absoluto de Balzac, realizando alquimias vegetales que me recuperaran la
salud extraviada. Mis familiares y amigos quisieron involucrar también la
hechicería y los poderes mágicos de las plantas, y fue cuando me propusieron
ser operado por médicos invisibles, tratado por lectoras del iris, y así me
legaron los encantos inexplicables de la jalea real que multiplica por veinte
la vida de la abeja reina y del polen que, aunque no he podido comprobarlo todavía,
además de curar las más agudas enfermedades, tiene efectos afrodisíacos.
Simultáneamente me recomendaron diversas frutas que probablemente tienen
poderes extraordinarios contra el funesto Cangrejo, como el mangostino que
parece un pájaro disecado, ese reptil inmóvil que llamamos guanábana, el
jengibre con el que hacía de niño ejércitos de piedra, la cúrcuma que se
debería utilizar mejor en la pintura, la sábila que tiene en su interior un pez
transparente que siempre saltaba de mis manos, los humildes arándanos, y
también algunas plantas como el anamú, el té verde y la amarilla flor de la
caléndula. No pasaba un día en que al llegar a mi apartamento el portero no me
entregara extraños frascos con rústicas coberturas de aluminio, bolsas enormes
colmadas de ramas aromáticas de filiación desconocida, tarros con hojas que no
conocía ni Celestino Mutis.
Por esos días intercambié con el gran poeta
español Antonio Gamoneda varias cartas donde nos burlábamos de la tragicómica
situación y donde recibí sus sabios consejos impregnados de ironía. Aquí un
fragmento de alguno de sus mensajes: «Quien
hace vida normal, lucha en su ánimo, con la enfermedad, hace todo lo que sabe y
puede (coadyuvantes antidepresivos, ejercicio moderado, remedios inocuos de
tipo popular, alguno te diré, probablemente) con la voluntad de luchar, que
aunque parezca clínicamente inútil, no lo es. El caso extremo es el del
inocente que se cura porque tocó un hueso de cualquier santo, pero
lamentablemente tal extremo no servirá para ti».
Y no servía aunque fui perseguido con saña por toda clase de predicadores
obstinados, furibundos cristianos, evangélicos fundamentalistas y testigos de
Jehová.
Posterior a la misiva mencionada recibí una
nota donde el citado Premio Cervantes, me refería la Melena de león (mericium
erinaceus), hongo de gran poder recetado en casos como el mío por la
homeopatía española, que siempre debería ir acompañado de agaricus + siitake + maitake + coriolus + cordyceps. No pude hacer otra
cosa que reír; no obstante, por extraña coincidencia ese mismo día mi hermano
me había conseguido el famoso jarabe mexicano de impronunciable nombre (Zrii),
líquido viscoso de color rojo, mágica sangre de vampiro. Le comenté entonces a
Gamoneda sobre la existencia de ese posible sustituto latinoamericano, quien en
tono burlesco me respondió que en tal caso me dedicara mejor a ese líquido de
Drácula, que podía ser más eficaz, especialmente si considerábamos su aspecto
cinematográfico.
Por aquellos días los artefactos se rebelaron
sin explicación alguna. Primero se estropeó el disco duro del computador,
después le tocó el turno a la licuadora que se convirtió intempestivamente en
un géiser y la lámpara de mi mesa de noche se transformó en luz de discoteca;
por último la estufa de mi oficina se improvisó por segundos en una pequeña
supernova y como si no fuese suficiente una mañana debí perseguir con saña dos
moscas que obstinadas me rondaron como a Zeus.
El hongo “Melena de león”
Los amigos fueron cerrando su maravilloso
círculo del afecto. Armando Rojas Guardia me escribía asiduamente desde Caracas
afirmando que la alegría es superior ontológicamente al dolor y que es
necesario elaborar el gran arte de la salud. El artista Ángel Loochkartt cada
vez que se bajaba del avión, de regreso de alguna conferencia o de reclamar un
premio, me traía suplementos alimentarios, pócimas irreconocibles fundamentadas
en algún congreso de chamanes amazónicos y, cuando la suerte estaba de mi lado,
me visitaba con alguna de sus exóticas amigas, que al conocer mi caso y al
notar mi imbatible serenidad, se improvisaban también de hechiceras, leían mi
mano o la taza de chocolate y auguraban que viviría más años que los longevos
personajes del Antiguo Testamento.
Semanas después la inmovilidad se apoderó de
mí. Un eclipse viajaba por mis venas y, al borde del embrutecimiento, noté con
desolación que sólo me era posible entender las telenovelas y los libros que
habían sido premiados en los más importantes concursos hispanoamericanos. Toda
acción, por elemental que fuera, demandaba de mí un enorme esfuerzo.
Alarmado y para salir de ese letargo me
entregué sin éxito a la acupuntura, pues pronto desistí de esa punzante
afición, al notar que las agujas del médico chino que me trataba me hacían más
daño que mi agresivo tratamiento y me dejaban vistosas señales como si hubiese
participado en una orgía de vampiros.
Es extraño confesarlo ahora pero vi la caída
de mis sueños. Recordé al insuperable Nietzsche quien aseveró que es una
infamia tener que sufrir por la idea que la sociedad tiene de una enfermedad
además de padecer por la enfermedad misma. Como todas las personas en
circunstancias similares era víctima de una exclusión flagrante, y mientras
estaba un poco apesadumbrado por ello, la víspera de una de las más fuertes
quimioterapias, me llamó en tono misterioso mi traductora al griego, la poeta
Georgia Kaltsidou, para decirme que oraría por mí a la diosa Atenea, quien era
una de las deidades facultadas en Grecia para curar –no mencionó a Apolo
probablemente por mi filiación dionisiaca–, y debo reconocer que entonces me
sentí fortalecido, a tal punto que creí que con la sublime Palas de mi lado,
como le ocurrió a Odiseo, podría salir victorioso de mi Troya interior.
En la tercera fase del tratamiento (los 21
días finales) comencé a sentir que se ensañaban conmigo las doce plagas de
Egipto. Cada amanecer se alteraba algo en mi cuerpo, por lo que decidí publicar
en Con-Fabulación unas caricaturas del incomparable creador de Mafalda
–alusivas a la enfermedad– con el título de Quinoterapia. Perdí dos terceras
partes de mi cabello, o casi todo lo que me había quedado, como lo comenté en
su momento, de mi arribo a Santorini en la cubierta de un barco, resistiendo un
viento tan poderoso que podía recostarme sobre él.
Perdí también las huellas dactilares, vi que
la barba que me había definido por décadas experimentaba un súbito otoño, y de
pronto, y felizmente, me sentí evadido de mi identidad, lo que me reconfortaba;
recordé entonces con codicia El pasajero de Antonioni, donde un
corresponsal de guerra hastiado de su periplo existencial cambia su vida
repentinamente por la de un traficante de armas.
Me había trasformado notablemente. Al mirarme
en el espejo pensé que no me dejarían entrar a mi oficina, que mis más queridos
amigos no me reconocerían, que quizá podría comenzar una nueva vida más
irresponsable, sin embargo mi emoción no duró mucho pues al salir de mi
apartamento fui saludado eufóricamente por el celador de turno, quien sin
reparar en mi metamorfosis profunda me hizo una de sus bromas matutinas, y
posteriormente vi que un fastidioso escritor del que todo el mundo huye cruzó
impetuosamente la calle para saludarme, a pesar de ir con sombrero y bufanda, y
más vestido que el hombre invisible.
«Oh, Dionisos, me arrebataste la
embriaguez pero me condenaste a una permanente resaca»,
pensaba. Las famosas náuseas que acompañan estos tratamientos por suerte nunca
me hostigaron, sin embargo la dificultad para comer inherente a la lesión, se
acrecentó a tal punto que durante quince días debí dedicarme a beber líquidos,
para lo que me había preparado en noches interminables con mis amigos que
inexplicablemente ahora se escondían –como si aún viviésemos el Oscurantismo–,
y fue entonces, en esa etapa culminante, cuando me hice adicto a las horribles
bebidas de los deportistas y a las compotas de bebé.
Una mañana noté que las manos ardían como
fuego, lo que marcaba el advenimiento de una neuritis periférica. Las yemas de
los dedos comenzaron a dormirse y desde entonces adquirí el hábito de vigilar
con lupa mis huellas dactilares esperando su improbable retorno. Resultaba
paradójico: podía cargar un fardo de adoquines pero me era imposible hacer el
nudo de los zapatos; había perdido transitoriamente la motilidad fina. Debido a
eso abrir una lata de atún se convertía en una aventura que me hacía recorrer
el laborioso tránsito del Eslabón Perdido al Homo Sapiens. Me volví un maestro
en utilizar herramientas, hacía piruetas con los saleros, utilizaba los
cuchillos al contrario, innové en formas para abrir las botellas. Los más
simples problemas prácticos me hacían elucubrar nuevas tácticas para
solucionarlos. Me convertí en un estratega del absurdo, pero nunca pude
solucionar por mí mismo el problema de abotonarme las mangas de la camisa. Me
recetaron entonces como posible alivio –lo que no es una invención de mi mente
delirante embrujada por la poesía–, un medicamento llamado “Lírica 150”; debo
aclarar que aunque no atenuó mi dolencia, no podía ser otro el título de esta
crónica.
Cuando esperaba que todas los testimonios
narrados por mis amigos, referentes al aciago Cangrejo tuviesen un final feliz
–y eso es lo mínimo que aguarda cualquier persona en mi situación–, un día
alguien me comentó con minucia un caso fatal de un pariente y horas después,
para mi desdicha, una amiga llamó para comentarme que una de sus cuñadas estaba
agonizando por causa similar, lo que entendí entonces como una persecución, y
sin soportarlo le dije que lo mío era un accidente, que enfermos eran quienes
permitían que muriesen al año 4 millones de personas de malaria, que eran quienes
discriminaban como si aún estuviéramos en el medioevo, quienes condenaban sin
saber que más del 30% de las personas se están salvando con los nuevos
protocolos mundiales y que sólo se necesita de un cerrado círculo de afecto
para que eso sea probable. Colgué ofendido.
Para mi suerte, a las pocas horas del
incidente, la poeta siberiana Maria Bronnikova me citó con el fin de entregarme
uno de mis poemas vertidos al ruso, escrito en su armónica letra, y terminó el
mensaje con un hermoso error producto de su particular español: “Eres en mi
corazón”.
El pequeño infusor que debía llenar con el
poderoso fluoracilo cada cinco días y que estuvo conectado a mí todo el tiempo
durante las 9 semanas, se me fue haciendo más oneroso que la roca para el
desdichado Sísifo. Como había perdido el tacto transitoriamente y mi sentido
del gusto nadaba en su extravío (dejé de reconocer el sabor salado), con algo
de angustia decidí llamar a Martha Osorio, pues ella se había convertido en brillante
guía debido a su experiencia en dos asombrosos combates de los que había salido
vencedora. Allí fue cuando la marihuana inmersa en alcohol surgió por primera
vez para aliviar mis manos como teas y cuando la maracachafa sin alcohol –que
había descuidado en mi adolescencia– me rindió sus beneficios. Para finalizar
le comenté mi reciente problema con el gusto –no con la estética, ¡qué
pensarían mis amados griegos!– a lo que ella encendiendo un cigarrillo me
refirió el suyo con la visión, y afirmó que durante la “quimio” que
experimentara hace 14 años, comenzó a ver todo en rosa, lo que la atemorizó al
comienzo, aunque después –aseveró–, pensaría que muy pocas personas en verdad
podían decir que habían vivido una vida en rosa.
Una tarde mientras intentaba distraer a la
muerte leyendo algún poema de Rimbaud probé una pizca de sal y me supo ácida,
especulé sobre ello, busqué limón y en vez de parecerme salado cómo lo imaginé
por antagonismo, me supo amargo. Me enfrentaba en la realidad al desarreglo
de todos los sentidos. Las ventanas de mi percepción danzaban y –aclaro–
habían pasado varios años de mi bautizo con el LSD. El olfato en cambio se
aguzaba cuando me aplicaban las dosis más fuertes del tratamiento: se había
exacerbado como el de un perro sabueso… Podía reconocer un olor a gran
distancia. Si un dulce era abierto sabía que era de fresa o de frambuesa a
quince metros. No había nada que escapara a mi olfato de lobo. El perfume de la
mujer del apartamento contiguo me despertaba, el sabor de la pizza que comían
mis vecinos todos los viernes antes de sus noches de ruidosa lujuria dejó de
ser un enigma, no obstante en forma inexplicable el único olor que se me
escapaba era el de las violetas que regaba cada tercer día en mi balcón.
Poco antes de terminar el tratamiento,
mientras desayunaba con mi hermana Clara en un restaurante, un perro idéntico a
los que pintara Rufino Tamayo entró al sitio intempestivamente y me eligió a mí
entre los doce comensales presentes. De nada sirvieron los gritos de la mesera
ni de su furiosa dueña con el propósito de detenerlo. De repente desistió y,
sin ladrar, tal como entrara, salió del lugar volviéndose con frecuencia hasta
que desapareció. Permanecí temblando. Nunca pude entender la razón que lo
sedujo, pero imaginé que los químicos que perseguían dentro de mí a todas las
células vertiginosas eran los responsables de hechizar a ese canino, así como
también de hacerme orinar al amanecer pompas de jabón.
Por un cambio en el reloj biológico durante
dos meses escuché el primer canto de los pájaros que pueblan los torturados
árboles del parque Portugal de Chapinero. Cada cinco días debía sustituir el
infusor, en un verde lugar donde unas Enfermeras Jefes (Bianca y María
Angélica) me atendían con tanta dedicación que me hacían creer que la vida
jamás podía ser derrotada. Corroboré así la convicción que tenía desde la
adolescencia, de que las enfermeras eran lo único confiable en este mundo
enloquecido.
Terminé el tratamiento y a pesar de que me
sentía como un prisionero de Auschwitz todos celebraban mi apariencia lustral,
e incluso no faltó quien me encontró renovado hasta llegar a preguntar si me
había hecho una cirugía plástica. Me sentí palpitante. De 14 medicamentos que
tomaba diariamente descendí a 4 –sin contar la docena de libros de poesía que
mantengo en mi mesa de noche y que en verdad no han dejado de aliviarme.
El tacto comenzó a regresar lentamente, el
gusto hizo lo mismo muy despacio, y mientras espero que el olfato se atenúe,
tal como el Funes de Borges ruega porque su infatigable memoria se diluya, supe
que la lesión se reducía considerablemente y que los antígenos descendían a lo
normal. Entonces debí iniciar mi preparación para una delicada y extensa cirugía
de ocho horas, a realizarse en parte por un robot comandado por Muñoz, por lo
que me convertiría en el primer poeta biónico.
Portada de Las muertes inconclusas.
Obra de Germán Londoño
Me esforcé por domeñar mis órganos y sentidos
que creí a veces tan distantes. Comencé a acopiar mis fragmentos esparcidos por
la explosión terapéutica: «En aquello puedo
ayudarte –recuerdo que me dijo al respecto el poeta Socarrás–, pues sé dónde
queda tu corazón».
Había vuelto a soñar, o mejor, al fin pude
recordar lo que había soñado, hecho que nunca había ocurrido en aquellos dos
meses. Una noche me desperté siguiendo algún inexplicable rumbo onírico y
permanecí una hora contemplando a la bella mujer que dormía a mi lado, la
acaricié con mis dedos todavía anestesiados por los venenos terapéuticos y
percibí que ella vibraba como una planta cuando se le riega después de un día
de estío. Entonces advertí que todo empezaba a cambiar: el océano de lava que
me había poseído retrocedía, el ejército químico de ocupación me abandonaba, y
sentí entonces el maravilloso regreso de mi cuerpo.
Me levanté entusiasta. Noté que estaba
cambiando de piel como las serpientes. Vi con asombro que había salido el sol
en Bogotá e invité a Ángel Loochkartt a ver la última exposición de Jim Amaral.
A la entrada, en una gran pared, me encontré sorpresivamente con un inmenso
fragmento de un ensayo mío precediendo la muestra. A mano derecha las “Siete
sombras” de bronce, alineadas, nos dieron la mágica bienvenida.
Mientras bebía un poderoso café hablando de
los poemas en bronce de Amaral escuché la señal de alerta de mi teléfono. Abrí
entonces el correo perezosamente, casi con displicencia, y para mi asombro
vislumbré que era el generoso prólogo de Antonio Gamoneda a mi libro de
ensayos, que había obtenido el Premio Internacional Maurice Blanchot hacía
siete años y que, como es de suponer, fue condenado por las grandes editoriales
colombianas.
Sentí que entraba a un tiempo propicio.
Germán Londoño me llamaría al día siguiente para decirme que estaba terminando
de pintar las ocho obras que acompañarían los textos de ese libro, según un
pacto que habíamos sellado una tarde contemplando la soleada Medellín desde la
altura de su apartamento. El legendario fotógrafo Nereo López –luego de
confesar para mi perplejidad que últimamente veía doble–, me enviaría por
venturosa coincidencia, desde New York, uno de los retratos que una tarde me
hizo en Bogotá destinado a la solapa de Las muertes inconclusas.
Hoy me siento fortalecido. Dentro de dos días
ingresaré al quirófano por ocho horas y aunque no he recobrado todavía la
percepción del evasivo perfume de las violetas he podido advertir que ya perdí
mi olfato de lebrel. Las lunitas de mis uñas comienzan a salir de su eclipse y
sospecho que en un par de meses volverán a resplandecer. Ahora camino buscando
el verdor...
Me detengo debajo de los árboles. Todavía
desconozco el destino de mi cuerpo. Con sorpresa noto que un gorrión que
cantaba infatigablemente todas las mañanas se ha silenciado: quiero creer que
ha encontrado el amor.
¡Soy feliz!
Y como uno se enferma solo pero se salva
acompañado, debo agradecer a Pilar, Dylia, Jaime, Clara y María Elena, ¡por
todo! A Antonio Gamoneda, a Casimiro de Brito y Armando Rojas Guardia, quienes
desde su cima poética constantemente me enviaban sus lúcidos mensajes y sus
maravillosas ofrendas. A los buenos artistas –y mejores amigos– Ángel
Loochkartt, Eduardo Esparza, Jim Amaral, Gastone Bettelli, Fernando Maldonado y
Germán Londoño, quienes se preocupaban más por mí que yo mismo. A los
respetuosos y legítimos místicos que intentaron blindarme con plegarias.
A quienes me enviaron sus hermosos mensajes y especialmente a quienes fueron
más allá… A las incomparables Sandra Soler, Martha Cecilia Rivera, Ana
Francisca Rodas y Catalina Rodríguez, que dibujaron relámpagos bajo el eclipse.
A los escritores Marco A. Campos, Jorge Torres, Gabriel Arturo Castro, Julio
César Goyes, H. Socarrás, Jairo López, Luis Felipe González e Iván Beltrán,
hermanos en este itinerario incierto. A Andrés Muñoz y Carlos Ortiz que
hicieron de la ciencia un sacramento. A Amparo, Esperanza y Martha, quienes me
prodigaron con su luz varios remedios mágicos, muchos de los cuales espero
patentar; y a Santiaguito, quien me legó sin saberlo el irónico epígrafe de
esta crónica.
Bogotá,
12 de abril de 2015
La Gran Noche de Los Conjurados 2015
Como ya es tradicional, fue hermosa y muy concurrida la presentación
de las diez novedades de Común Presencia Editores realizada el domingo 3 de
mayo en el Salón Mejía Vallejo de la Feria Internacional del Libro de Bogotá.
Con un poético video y una breve lectura de los autores, fueron presentados los
siguientes títulos en un acto memorable:
Antiguos placeres (libro
de cuentos) de Tatiana Guardiola Sarmiento
Bogotá Gris Metal (novela)
de Sara Fernández Rey
El Biblionavegante (libro
de ensayos) de José Chalarca
Las muertes Inconclusas (libro
de ensayos) de Gonzalo Márquez Cristo
Las gentes del humedal (crónicas)
de John Jairo Zuluaga
Los doce demonios (libro
de cuentos) de Andrea Catalina Manchola
Oralidad y escritura en
la obra de Juan Rulfo de Fabio
Jurado Valencia
Pequeña historia de la
fotografía (libro
de poemas) de Jorge
Cadavid
Poemas de luz y sombra (libro de poemas) de Argemiro Pulido
Postales desde ciudades insomnes (libro de poemas) de Fernando Vargas
Valencia
CARTAS DE LOS LECTORES
PRESENTACIÓN
COMÚN PRESENCIA EDITORES. Muy sobria y bonita la presentación de los
libros de la colección Los Conjurados efectuada en la Feria de Bogotá. Me
gustaron los poetas, las cuentistas, los ensayistas, todo... Las ediciones
preciosas. Silvia Morales
* * *
ORALIDAD
Y ESCRITURA EN LA OBRA DE JUAN RULFO. Felicito a Común Presencia por la
publicación del último libro del profesor Fabio Jurado. Gran homenaje a uno de
los mayores escritores de América Latina. Luis
Alberto Ríos
* * *
LIBROS
DE COMÚN PRESENCIA. Mientras
las editoriales que controlan el mercado lanzan libros inocuos, Común Presencia
constató ayer en la Feria del Libro su importancia, pues con refinadas
ediciones está publicando lo mejor de nuestra literatura. Carlos Peña, Profesor
Universidad Nacional
Compre aquí nuestros 100 títulos
Poesía, Cuento, Ensayo, Crónica, Novela y
Testimonio
El Libro de la Tierra (101 geniales Autores), Discursos
Premios Nobel (Tres tomos), Grandes entrevistas de Común Presencia, Antología
de Poesía Colombiana (1931- 2011), Poetas venezolanos contemporáneos, Cuentos
perversos, Ensayistas bogotanos, Cronistas bogotanos, Cuentistas bogotanos y
muchas obras más.
¡Por la defensa de la prensa libre en
Colombia!
Con–fabulación es un periódico
virtual que se publica semanalmente y se despacha a 100.000 lectores. Las opiniones expresadas en
este medio son responsabilidad exclusiva de los columnistas y periodistas.
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