lunedì 30 marzo 2015

[Henciclo] interruptor - Las virtudes de no entender - la columna de H enciclopedia

 
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          AUMENTAR LA COMPRENSIÓN
Las virtudes de no entender
Carlos Rehermann


Muchas instituciones
 

emprenden cada año actividades de estímulo a la lectura, especialmente a la lectura infantil. Algunas de esas instituciones están relacionadas con la educación, otras son depósitos de libros y bibliotecas, y muchas agrupan a editores y libreros. Son frecuentes las lecturas maratónicas de clásicos, las búsquedas del tesoro (libros ocultos o a la vista en distintos puntos de la ciudad), las cadenas humanas para transportar ejemplares de algún punto a otro de la ciudad.

Muchas de estas actividades llaman la atención acerca de los libros como objetos y no tanto como textos, pero eso no necesariamente está mal: todos quienes tenemos el hábito y la afición por la lectura adolecemos de cierto grado de fetichismo, sea en la acepción marxiana, sea en la freudiana. La imparable carrera hacia un predominio del libro electrónico probablemente acentúe el carácter de fetiche del libro impreso, asunto que ya es posible percibir en las mejoras que se están produciendo en el diseño y la calidad material de los libros actuales. Pero si bien es deseable que el comercio de libros tenga buena salud, para favorecer tanto la producción como el intercambio de textos, no deberíamos olvidar que lo que se hace con los libros es leerlos.

La dificultad de los estudiantes para leer es una de las pesadillas de los maestros y profesores de secundaria y también, cada vez más, de niveles terciarios de la enseñanza.  La desesperación de los profesores los lleva a veces a intentar facilitar la lectura a sus alumnos, por lo que muchas veces los profesores de literatura o los maestros llevan películas a la clase. Por ejemplo, cuando el libro El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, se convirtió en un bestseller, muchos maestros se lo sugirieron a sus alumnos; era una manera de acercarse a una historia de la filosofía inmersa en un cuento, algo que, suponían los adultos, sería más fácil para los alumnos que una recopilación de los textos originales de los filósofos. Pero cuando se produjo la película, ya ni siquiera se hizo necesario el libro de Gaarder, y uno empieza a sospechar que la dificultad para leer podría estar, además de entre los alumnos, entre los maestros.

La justificación de estas prácticas didácticas se encuentra en parte en el uso que impuso hace medio siglo el estructuralismo y sus amantes para el término “leer”. No hace mucho presentábamos en estas páginas una acepción de la palabra empleada en nuestros días en un libro especializado en lectura, publicado por la UNESCO, y editado por especialistas en la enseñanza de la lectura y la escritura, perfectamente alineado con esa acepción voraz de “leer”.

La idea de que se puede leer un texto pero también los movimientos corporales de una persona, la paleta de colores de la serie Mégane de Renault o cualquier otra cosa producida o no por el hombre es acogedora. Nos hace creer que el mundo se sostiene en un orden que consiste en un grupo de signos organizados por una serie de códigos. El mejor lector, para esta idea de la lectura, sería el que es capaz de entender todo lo que lee.
En realidad, lo más interesante de la lectura ocurre cuando uno se enfrenta a un texto que no entiende completamente.

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Mortimer Adler fue uno de los responsables de que el sistema de enseñanza estadounidense, desde la escuela primaria hasta la universidad, explore una lista más o menos fija de “grandes libros” (443), que para Adler estaban estrechamente relacionados con una serie igualmente acotada de “grandes ideas” (102). En los años 1950 fue responsable de la edición de una notable colección de títulos respaldados por el prestigio de la Enciclopedia Británica (que en ese entonces ya hacía 40 años que no era británica, sino estadounidense): los 54 volúmenes de Great Books of the Western World están dedicados a su lista de casi medio millar de grandes libros occidentales. Contra lo que podría creerse de un académico norteamericano, en su selección hay autores de numerosas nacionalidades y lenguas, diversidad hoy perdida en el hemisferio norte.

Podría creerse que una persona que defiende el valor de las listas tiene una concepción de la lectura pasiva, receptora, aceptadora. Pero un libro que Adler publicó por primera vez en 1940, y que desde entonces sigue publicándose regularmente en todo el mundo, contradice puntualmente ese prejuicio. El libro de titulaCómo leer un libro.

En primer lugar, dice que algunas personas entienden más que otras. ¿Qué entienden más?, preguntará el desconfiado. Todo, responde sencillamente Adler. Pero para lograr altos niveles de comprensión, Adler dice que “debemos aprender de nuestros mejores”. Para algunos es evidente que hay personas mejores que otras, y para otros esa afirmación es una manifestación decididamente hereje, elitista y aristocrática. Aunque Adler liquida el asunto con un “es evidente que algunos entienden más que otros”, en nuestros días conviene detenerse a contener a quienes están en este instante a punto de sufrir un ataque cardíaco por la indignación que le provocan esas palabras.(leer más) 
 
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