Realidad
La idea de verdad no tiene sentido fuera del ámbito del lenguaje. Solo los enunciados pueden ser clasificados según las categorías “verdadero” y “falso”. No hay elefantes verdaderos y elefantes falsos. Las cosas son apenas cosas. Entre los enunciados que creemos verdaderos está el que dice: “Existe la realidad”. También existen los solipsistas, que consideran que la realidad es una excrecencia de sí mismos, pero en todo caso, también el más ríspido de los solipsistas admite que al menos esa entidad que lo piensa a él es algo real, de manera que incluso para un solipsista radical como Arno Schmidt la realidad existe.
Lo real puede ser entendido como ese espacio mental al que nos referimos cuando contamos lo que llamamos una historia verdadera. Como definición no es gran cosa, porque una historia verdadera se define, justamente, como aquella que se refiere a la realidad. Lo que hace interesante la tarea de escribir es la tensión que hay entre alguna clase de realidad y alguna clase de verdad que se manifiestan enlazadas en el texto.
Puestos a tomar partido sea por la realidad, sea por las historias verdaderas, hay una responsabilidad grande de las palabras, porque lo que no se puede decir tiende a tener una existencia efímera: si algo no se pronuncia se desvanece y pierde energía vital, y los tiranos abrigan la esperanza de que deje de existir; de ahí su insistencia en la censura. Claro, aquí intervienen asuntos como el tiempo y la memoria, que tienen que ver con nuestras ideas acerca de la realidad, o con la continuidad de la realidad, que involucra la identidad, es decir, la calidad de idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo que hace de las personas entidades autoconscientes.
Cuando decidí mirar el video que la entidad denominada “Estado Islámico” propaló a través de internet, en el que se muestra el asesinato por cremación de Moaz al-Kasasbeh, un aviador de combate jordano, todas esas consideraciones estuvieron presentes de alguna forma, puesto que lo que me empujó a cometer esa imprudencia fue la sensación de que el hecho que se mostraba formaba parte de la realidad, y me parecía que para tener una opinión sobre el caso me convenía estar al tanto.
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Una estupidez, por supuesto, especialmente para un individuo que, como yo, se interesa en el sentido de la ficción, en el solipsismo de los escritores alemanes y en la esencia del referente de un signo, pero bueno: quizá la verdad es que me apremiaba la morbosidad de ver morir a un semejante. Lo cierto es que vi el video, y ahora soy otro. Se rompió mi identidad. No sigo igual que antes. Hay una discontinuidad entre yo y yo. Y no me lo perdono.
Muerte
Sea que uno parte al otro mundo, a encontrarse con el destino que ha marcado su conducta en esta tierra, juzgado por uno o más dioses, sea que la cosa es el final definitivo, el momento de morir suele tomarse muy en serio. Los testimonios de quienes se han visto obligados, por su oficio o por su vocación, a estar cerca de condenados a muerte, dan cuenta de que con mucha frecuencia aceptan serenamente su destino con tal de poder transitar en paz por ese umbral. La propia muerte es el evento más íntimo que se puede vivir.
Por eso es atroz cuando una muerte es convertida en espectáculo. Las pinturas y grabados de las ejecuciones durante el Terror de la revolución francesa hacen hincapié en ese teatro, ese mirar: los ayudantes del verdugo extienden las cabezas de los ejecutados en dirección a la masa. Las ejecuciones de hoy (esta semana, la semana pasada, siempre) en Arabia Saudita, llevadas a cabo mediante el procedimiento de decapitación con sable, se hacen en espacios públicos (muchas veces estacionamientos de centros comerciales), donde se reúnen centenares de curiosos. (Igual que yo ante el video del Estado Islámico). (leer más)
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