martedì 10 febbraio 2015

Con–FabulaciónNo. 361 - Siento el Agua

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DIRECTOR: Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo Osorio, Iván Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIALFabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Óscar Collazos, José Chalarca, Marcos Fabián Herrera, Maldoror, Sergio Trujillo Béjar, Fabio Martínez, Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela); Renato Sandoval (Perú); Efer Arocha, Jorge Torres, Jorge Najar (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Luis Bravo (Uruguay); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica).
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Siento el agua
Antonio Gamoneda



Nació en Oviedo, España, en 1931. Autor de Sublevación inmóvil (1966), Descripción de la mentira (1977), León en la mirada (1979), Lápidas (1987), Edad (1987), Libro del frío (1992), Libro de los venenos (1995), Sólo luz (2000), Arden las pérdidas (2003), y Cecilia (2004). Su obra fue reunida bajo el título Esta luz por Galaxia Gutenberg en 2004. Premio Nacional de España (1988), Reina Sofía (2005) y consagrado con el Cervantes (2006).
Publicamos de este grandioso poeta, tan cercano siempre a nuestro corazón, “Siento el agua”, cedido exclusivamente para El Libro de la Tierra – Antología Mayor (Común Presencia Editores) y para este número de Con-Fabulación. 

SIENTO EL AGUA
Me he sentado esta tarde a la orilla del río
mucho tiempo, quizá mucho tiempo,
hasta que mis ojos fluían con el agua
y mi piel era fresca como la piel del río.

Cuando llegó la noche, ya no veía el agua
pero la sentía descender en la sombra.
No escuchaba otro ruido que aquel ruido en la noche;
no sentía en mí más que el sonido de agua.
¡Tantos seres humanos, tan inmensa la Tierra,
y este ruido en la noche ha bastado para llenar mi corazón!

Yo no sé si he traicionado a mis amigos:
el cántaro está lleno de un agua oscura y dulce,
pero el cántaro sufre –el rojo, viejo barro.

Alguien tiene piedad de este cántaro.
Alguien comprende el cántaro y el agua.
Alguien rompe su cántaro por amor.

En todo caso, yo no he cogido el agua
para bebérmela yo mismo.


R E L A T O
Prosperina (fragmento)


Por Armando Rojas Guardia

Este relato data de finales de 1984. La idea del mismo me la sugirió un cuento de Pablo Rojas Guardia, que siempre me pareció una ocurrencia brillante muy mal trabajada literariamente. Así pues, me propuse reescribir ese cuento a la medida de mi propia imaginación e inventiva: modifiqué el tema, la estructura y los procedimientos estilísticos del texto de mi padre; de éste sólo quedan en mi cuento algunos -pocos- rasgos de la anécdota. Si ahora me decido a dar a conocer estas páginas es porque, como diría Borges, creo que no me deshonran, y también porque recogen el talante psíquico y espiritual de un momento muy específico de mi evolución subjetiva. Hoy le hubiera dado otra dirección existencial al conflicto interno que atormenta a los dos principales personajes del relato. El lector juzgará: si he logrado mi propósito de conmoverlo, aunque sólo sea estéticamente, daré por bien empleados los días laboriosos, las horas febriles, las semanas de angustia que demoró la composición de este texto. A.R.G.


1

Proserpina y yo nos conoceremos en una fiesta diplomática. Ambos perteneceremos a esa especie de inclasificable bestiario que dibujan los funcionarios internacionales. Ella será la enigmática y esbelta esposa del embajador de un país selvático, cuya geografía estridente avivará el delirio de mis noches de insomnio; yo desempeñaré con resignación la secretaría de la ineficaz Legación venezolana en Egipto, la patria donde conviven los personajes de Durrell y Cavafis. Nuestro encuentro acontecerá durante los primeros años de la "guerra fría". Ya se sabe que estos arrastrarán consigo inevitables, acartonados estereotipos y consignas: Esa noche, lluviosa y caliente a un tiempo, en la que conoceré a Proserpina acodada a la baranda de una terraza abierta sobre las luces de El Cairo, celebraremos la efemérides de un país situado detrás de la "cortina de hierro", tal como Churchill la bautizará en un discurso cuya reseña y síntesis leeré en un periódico de Alejandría, una tarde transpirada de yodo y azul marítimo. Como será, en aquellos días, la costumbre diplomática (la menos diplomática de las costumbres), en el banquete la concurrencia se abrirá en dos bandos: de un lado, los occidentales y los sudamericanos que, para los soviéticos, no seremos más que espías al servicio del Departamento de Estado y la Agencia Central de Inteligencia norteamericanos; y del otro, ellos, los representantes de todo lo que se abigarra y extiende desde las aguas del Báltico, que fosforecen bajo las lunas australes, hasta los bosques de abedules y fresnos que se precipitan en las playas del Caspio. La fiesta pululará de trajes impecables, largos vestidos de colores intensos y uniformes sobre los que arderá -bajo la luz sofocante de las lámparas- la flora cursi de las condecoraciones. La ausencia del señor embajador quizás dará audacias al joven secretario; tal vez la pompa misma de aquel acto protocolar impacientará el ánimo poco convencional de Proserpina: lo cierto es que ella, en un arranque de liberación, aceptará mi invitación a escaparnos hacia la otra noche, la verdadera, la indomesticable dentro del zoológico diplomático y sus arañas de cristal: la noche densa, espirituosa, húmeda de El Cairo. Mi mujer, mi esposa, no habrá podido asistir a la reunión. Proserpina no mencionará el hecho y así se realizarán nuestra primera fuga y nuestra primera cópula en el tiempo.
Después vendrán días y semanas y meses. Nuestra relación -¿por qué vacilaré tanto en llamarla "nuestro amor", siendo que a nadie he amado más que a esa mujer, cetrina y lánguida, fantasma de mis sueños?- adquirirá una calidad inusitada, prestigiosa. Mis propias circunstancias habrán cambiado. María Eugenia, mi esposa, tendrá que viajar a Venezuela para dar a luz a mi segundo hijo, y esa soledad inédita de El Cairo, poblada ahora por un amor sin compromisos y con un futuro incierto, afirmará, redondeará mi equilibrio emocional, me ubicará inopinadamente en mitad de unas coordenadas de tranquilidad casi geométrica. Ahora sé -pero no lo supondré entonces- que aquel recién estrenado estado del ser (porque será no sólo espiritual, sino también corpóreo, como si la misma carne, y sobre todo ella, participara de mi fiesta de la paz) vendrá promovido, impulsado hacia mí por la presencia de Proserpina que, como los más intensos licores, calará lentamente, y sin que yo lo note, la materia última de mi cuerpo y, a través de ella, la de mi alma.
Descubriré pronto que a aquella mujer única le estará ocurriendo, en el momento mismo de nuestros primeros contactos, un fenómeno espiritual al que percibiré, en un principio, como un verdadero "conflicto" religioso (las comillas a ambos lados de esa penúltima palabra indican la impropiedad literal, sólo alusiva, del término). En el arrebato salobre de los besos, mientras amanezca sobre las cortinas de mi dormitorio; en la caricia inesperada al caminar dentro de la muchedumbre callejera; en el abrazo furtivo que animará nuestros paseos vespertinos, cuando saldremos a respirar el aire refrescante de las urbanizaciones residenciales de la ciudad; y, sobre todo, en las batallas del coito, cuando desechos de contactos nos levantemos sobre la noche de nuestros más inconfesados deseos, siempre Proserpina dejará escapar inesperadas palabras que me desconcertarán: - Dios mío, Dios mío, Santo Dios. Ay Dios, al fin te tengo. Mi diosecito, mi diosecito.
Este hecho lo atribuiré, al comienzo, a inveterados resabios de formación católica, a demorados restos de alguna pasantía por algún colegio de monjas. Aquellas palabras, aquellas frases intensas, entrecortadas a veces por las quejas de la cópula, congeniarán sin duda mal -para mi percepción, si no atea, por lo menos sí laica y agnóstica- con la soberbia plenitud carnal, la libertad erótica y la exquisita sensualidad que harán de Proserpina, desde el primer instante, una mujer inmediatamente deseable: deseable hasta la lascivia. Pero en todo caso terminaré por acostumbrarme, focalizado por aquella poderosa atracción sexual, a lo que yo empezaré a llamar mentalmente, un poco con desdén y otro poco con ternura, las "jaculatorias" erótico-religiosas de mi amante. Hasta que una tarde, de pronto -como sobrevendrá todo acontecimiento dentro del "tempo" vertiginoso de mi relación con ella- tendré la brusca sensación de comprender, no, más bien de intuir la verdadera profundidad de un sentimiento que hasta entonces me habrá parecido mera -¿y ridícula?- reliquia de un pasado inconsciente.
Es preciso que mi escritura construya matemáticamente esta escena, una de las pocas que ahora no necesita inventar mi imaginación literaria, como he inventado todo lo ocurrido en este cuento incipiente; y no requiero fantasearla porque dicha escena está inapelablemente grabada en mi memoria, y la entresaco de las páginas de otro relato que escribí, hace tiempo, deseando como ahora -pero tal vez con menos fortuna- desentrañar aquel telegrama del abismo que será, que es Proserpina:

... acabábamos de hacer el amor y yacíamos ambos sobre el colchón desnudo de la cama (mi desorden habitual, aumentado por la negligencia doméstica hacia la que me conducía el hecho de haberle concedido vacaciones anticipadas a la escasa servidumbre de mi casa, determinaba el que yo tardase varios días en cambiar el juego de sábanas de la cama, a la que prefería más cómodamente desvestir como en mi época de estudiante y apartamento de soltero, allá en Caracas). Nos dejábamos invadir, en aquel momento, por la sabrosa pero también melancólica laxitud que ocupa los cuerpos al finalizar el acto del amor y que los romanos, en su latín penetrante y lacónico, llamaron "tristitia amoris". Proserpina apoyaba su cabeza livianísima sobre mi antebrazo izquierdo, mientras yo olía su cabello extremadamente recortado -era la moda del momento- en el que mi mano abierta buscaba no sé qué curva suave de la nuca. De repente, en la casa de al lado o en otra situada más allá (a decir verdad, era imposible ubicar el lugar de donde provenía la música) empezó a resonar débil pero muy perceptiblemente el "Kyrie" del Requiem de Fauré. Reconocí enseguida su melódica solemnidad ascendente. Y fue evidente en un segundo que Proserpina también la había reconocido porque, levantando la cabeza somnolienta y abriendo hacia mí los ojos claros y sobrecogidos, me miró larga y penosamente, mientras demoraba todavía en caer la cascada coral del "Kyrie". En esos inmensos minutos, cuando ella, desnuda y todavía ovillada contra mi cuerpo, absorbía mi mirada en la suya con una tristeza infinita pero también con una aprehensión inusitada, yo entendí súbitamente, de bruces contra la evidencia, que sus ojos inquirían en mí por una cosa, buscaban sólo esto: un eco de aquella música sagrada al fondo de mi espíritu, una respuesta de mi ánimo o de mi carne al himno milenario que la melodía ponía a vibrar, transfiguradamente, en medio de nosotros. -¿Sientes como yo? ¿Entiendes tú también el mensaje?, eso era lo que Proserpina parecía preguntar, con urgencia, con inquietud, a través de sus ojos enormes, fijos y abiertos sobre los míos. Yo sólo puedo decir que se me reveló tan hondo el desamparo de esa pregunta, y era tan álgida la intemperie de su desnudez frente a la música que la sobrecogía, que una oleada de ternura me dobló los brazos y la acaricié con un afecto lleno de piedad y reverencia. Ella se dejó hacer, en mitad de un abandono en el cual creí percibir lucidez, asentimiento. Y mientras el Requiem de Fauré se incrustaba aún entre la tarde y la noche, casi danzando sobre nuestros cuerpos, yo la poseí de nuevo lenta, parsimoniosamente. Era mi única manera de responderle y entregarme.



Proserpina: erótica y ascética de la escritura


Por Carlos Pacheco


Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera;
exhalaste Tu perfume, y lo aspiré, y ahora suspiro por Ti;
gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed de Ti […]
Agustín de Hipona, Las confesiones

¿No habrá seres inexplicablemente poseídos por la pasión de Dios? Como antes había ateos vilipendiados por una sociedad que se autoproclamaba creyente, ahora aquellos serán tratados con conmiseración por una sociedad de ateos. […] Pero ellos, de día, de noche, en medio de los hombres o de sus marchas solitarias, no dejarán de sentirse interpelados por la Presencia, […] irrecusable en su misterio.
A. M. Besnard, citado por A.R.G. en Proserpina


Para algunos seres, la escritura es mucho más que un oficio. Profesión podría llamarse, con tal de que digamos profesión de fe, en una dimensión ética y trascendente, justamente profética, del lenguaje. Proferir, escribir, puede llegar a ser entonces un acto erótico y tanático a la vez, donde elegir y cambiar, inscribir y borrar, insistir y fijar (antes de volver a dudar) son los vaivenes de una danza verbal encarnada en el léxico, articulada por el esqueleto sintáctico, sostenida por esa música que es la prosodia, animada e iluminada por un deseo de la significación que llega en ocasiones a ser tenaz y punzante como un dolor. Ese reiterado acto de amor y goce y sufrimiento conduce en ocasiones a la gestación de un texto logrado, memorable como el que hoy celebramos, capaz, como dice su prefacio, de conmover a su lector en esa otra relación amorosa que puede llegar a ser la lectura.
Hay aquí un misterio: ¿por qué un escritor se dedica con abnegación a trabajar un texto, abandonándolo todo, como un enamorado? ¿Qué exigencia interior irrenunciable hace que ese oficiante de la escritura dedique cientos de horas a elaborar y reelaborar ese tejido de palabras? No lo sé, pero desde su primera versión, premiada y publicada en 1985, el cuento Proserpina, de Armando Rojas Guardia, publicado ahora como libro gracias a una amorosa conspiración de sus amigos, tenía el destino de existir y ser leído.
Proserpina es excepcional y convoca nuestra atención en primer lugar porque se trata hasta ahora del único cuento –pleno y redondo donde los haya– escrito con pasión por el autor de una reconocida obra poética y ensayística. Nos impacta por su inédita profundidad en la exploración de un tema a la vez muy central en la obra de Rojas Guardia y muy inusual en la literatura venezolana. La pasión amorosa no sólo aparece allí, según el tópico clásico, como alegoría del anhelo y el encuentro con el Ser Supremo, sino también como método de búsqueda y cultivo sistemáticos de esa religiosa relación con lo Superior. Es el doble vínculo –La llama doble, según el título del notable ensayo de Octavio Paz– que llegan a pretender unos amantes: suma pasión humana e ilimitado anhelo de lo divino en una convivencia que solo parece accesible a través de excepcionales estados de conciencia. Por eso, con disciplina y tesón, con persistencia y atención meticulosa similares a las que se exige el soñador de “Las ruinas circulares” para concebir un hijo soñándolo, estos amantes arquetípicos se proponen alcanzar la mutua fecundación espiritual en un orgasmo supremo que pudiera llevarlos a perder la conciencia o, más bien, a abandonar su limitada y repetitiva conciencia ordinaria, para abrirse y disponerse por instantes al contacto con una conciencia superior.
Esta historia inusual nos presenta así las muy diversas facetas del encuentro de los amantes en esos abismos superpuestos y paradójicos de la mutua entrega: la inevitabilidad de su amor, la necesidad –para abrirle espacio– de romper del todo con la ortodoxia y las convenciones sociales, las dudas y vacilaciones habitando en el centro de esa pasión indetenible, la necesidad de separarse del mundo y de practicar una suerte de ascética amatoria, de erotismo sacro, con sus renuncias, esfuerzos y riesgos, y finalmente, la comprensión y el autoconocimiento que se esperan de esa relación excepcional y sin fronteras. Proserpina narra entonces la búsqueda tenaz del clímax del amor humano, una manifestación tan refinada y extrema del eros que logra llevar a quien se manifiesta, si no ateo, por lo menos laico o agnóstico, a anhelar “ese horizonte ingrávido que llamamos Dios”, aunque solo sea a través de la literatura, esa otra ascesis amorosa, esa otra laboriosa pasión, el minucioso e hiperconsciente tejido de una trama ficcional.
Esto explica la notable elaboración estética de este relato. Lo primero que advertimos es un inusual tratamiento de la temporalidad que nos sorprende y perturba desde la primera línea. La narración se produce mediante verbos conjugados en futuro: “Proserpina y yo nos conoceremos en una fiesta diplomática…” (11) Lo que llegamos a comprender más tarde es que en realidad –gracias a una lúdica y paradójica operación metaficcional que resulta clave para la significación del relato– el cuento que estamos leyendo está aún por escribirse y, más aún, que desde la perspectiva del narrador, la realidad misma allí representada (cuyas coordenadas espaciotemporales son la ciudad de El Cairo hacia 1950) aún no existe. En el mundo de la ficción, el narrador va creando (literalmente) esa realidad al narrar en su cuento lo que habrá de ocurrir años después. Por eso, la frecuente “autocorrección” de un tiempo verbal presente que sigue a uno pretérito: “[…] me contemplará (me contempla) […]” (31). El cuento es entonces, en su mayor parte, un proyecto de cuento, apenas el guion de su eventual desarrollo: un cuento dentro del cuento que aún está por escribirse, pero que también existe ya en la conciencia del personaje narrador. Nada mejor para mantener alerta al lector, para alimentar en él una saludable conciencia de ficcionalidad y para desterrar del relato toda pretensión recta de prédica sabia o doctrinal.
Con este complejo recurso metaficcional convive una intertextualidad rica y certera, mediante la cual la vasta erudición del autor trabaja con notoria eficiencia para diversificar y dar mayor profundidad al relato. Entre todos estos intertextos literarios, musicales y plásticos (de Agustín de Hipona, Kavafis o Lezama a Fauré y Utamaro), tiene relieve singular la figura de Borges. Sus gestos, actitudes y procederes están allí, desde la existencia misma de una nota bibliográfica (que no es sin embargo apócrifa) y de un prefacio donde se cita al bardo ciego (prefacio que naturalmente debería leerse como parte de la ficción), hasta los ritmos y sonoridades de la cuidada escritura o la microscópica aparición en el texto de adjetivos como “inmemorial”, para calificar a las aguas del Nilo (24), o “unánime” para referirse a la desnudez de los amantes (30). Todo el relato resulta entonces una ofrenda narrativa, difícil de superar, al poeta y ensayista porteño que cultivó en sus cuentos una forma excelsa de poesía y pensamiento.
No faltan en el enjundioso conjunto ciertos comedidos rastros autoficcionales que el narrador va dejando por el camino como otro pliegue de esta complejidad textual, solo para que sean reconocidos por avezados rastreadores. Pero el juego intertextual dista mucho de ser filatelia decorativa o estrategia de autolucimiento. En la última parte del relato nos aguarda una sorpresa crucial cuando, sin previo aviso, en un giro repentino, mediante una confesa maniobra proustiana o lezamiana, la narración muta radicalmente su emplazamiento espaciotemporal y se traslada “al pasado de su inevitable porvenir” (41), haciendo así más ostensible y franca su índole de ficción dentro de la ficción. De un orientalista y refinado entorno diplomático en la capital egipcia de mediados del siglo XX, la acción es transferida súbitamente a un contexto rural venezolano unas tres décadas atrás que, para nosotros, evoca de inmediato la hacienda Piedra Azul de Memorias de Mama Blanca. Allí se nos revela la naturaleza “verdadera” de los protagonistas, su relación de parentesco y su trágica separación que, gracias a los poderes de la (meta)ficción, habían sido antes transmutados, en el cuento dentro del cuento. Único y supremo homenaje posible al frustrado amor adolescente, aquella transmutación lo había exaltado allá como confluyente clímax a la vez erótico y místico.
Finalmente, se pone de manifiesto el carácter terapéutico, o más bien redentor, salvífico, de esa práctica escrituraria con rasgos ascéticos, litúrgicos, sacramentales: “el futuro redime al pasado” (44), nos dice el relato: psíquica y espiritualmente, solo la literatura salva. Sin embargo, en su final abierto podría haber aún una última vuelta de tuerca. A la danza amatoria viene aparejada una riesgosa esgrima con lo trascendente. En definitiva, la conveniente coraza del agnosticismo tal vez no sea del todo impenetrable y el narrador, que tan prolijamente programa y vive esas experiencias límite de erotismo extremo, parece caer víctima de su propia trampa y terminar tocado (a la vez conmovido y touché), confrontado y retado por el magnetismo de eso, desconocido e inexplicable, que parece intuir más allá del “ardor interminable de los astros”. (40) De otra manera no sería capaz de sentir y describir, con tal pasión, precisión y rigor, la ineluctable pulsión espiritual de su amada.
En esta historia de amor, inquietante desde su inicio porque –al igual que su escritura– no soporta modelos o estereotipos, los amantes son transformados por su experiencia extrema: al hundirse en lo carnal y lo terreno como metafóricamente se hunden en el sexual cieno del Nilo, lo trascienden. Como arriba, así abajo (y viceversa). Si el verdadero encuentro amoroso no admite programa ni código alguno, tampoco hay nada consabido en esta práctica de la escritura narrativa, porque ella está al servicio de una exploración abierta y valiente de la interioridad. Siempre a contracorriente, en momentos de tan militante descreimiento, de programático escepticismo, cuando algunos sienten vergüenza de todo gesto espiritual o trascendente, Rojas Guardia se atreve una vez más a optar por la paradoja al conjugar amor erótico y aspiración religiosa, arrebato carnal y pasión mística.


1. Una versión preliminar y más breve de este ensayo fue publicada a través del portal Prodavinci a principios de diciembre de 2014.
2. Armando Rojas Guardia, Francisco Joseì Chapman, Rafael Joseì Alfonzo: Premio "Casa de la Cultura de Maracay 1985", Mención Narrativa. Maracay, Secretaría de Cultura del Estado Aragua, 1985.
3. Armando Rojas Guardia: Proserpina. Caracas, La Guayaba de Pascal, 2014.



Para no olvidar a Clarice Lispector


Por Carlos Skliar*

Si es cierto que todo en el mundo comenzó con un sí, escribió Lispector, si es verdad que un átomo le dijo sí a otro átomo y así comenzó el mundo, entonces la soledad es afirmativa, no se inscribe a partir de la enunciación del nombre de cada uno sino de la indefinición de un ser que se graba y apaga en cada línea, muerte y resurrección de una escritura tallada y talada en el cuerpo.
A Clarice Lispector le hubiera gustado tanto escribir una historia que comenzara con “Érase una vez”, pero que no fuera una fábula para niños. Y empezó una y otra vez a formular las palabras siguientes: “Érase una vez el amor”, “érase una vez el error”, “érase una vez la pasión”. Le resultaba imposible, porque las historias necesitan del ardor de la sangre y de esa pena que es tan remota, que es tan ajena como propia.
Entonces escribió: «Érase una vez un pájaro, Dios mío».
Para ser uno, hay que ser el otro de los otros, la pura confusión de identidad, la memoria que se olvida de sí delante del esplendor del mundo. Nadie puede nombrarse a sí mismo sin ocultar una larga ausencia de rostros. Nadie puede ser capaz de tanta capacidad.
La única técnica –ay, esa expresión mortuoria– es la humildad: la absoluta conciencia de que uno es totalmente incapaz y que habrá que acercarse a las cosas con el sigilo absoluto de la mirada limpia. Si nos acercáramos con el volumen excesivo de los nombres, todas las cosas saldrían disparadas.
Habría que aproximarse con la suave ignorancia, con la frágil tentación del desconocimiento: abrir una puerta y, simplemente, mirar. Mirar el sol que nunca vimos antes, el de las tres de la tarde. Mirar el pájaro que se convierte en águila. Mirar el dolor sin precaución ni alegorías. Mirar el resultado de la mentira. Mirar una sombra mayor a tu estatura.
Sólo así –y aún así, no del todo cierto– habría escritura: la mirada conserva algunas imágenes que existen y otras que no han existido nunca, y se escribe también acordándose uno de lo que no se ha vivido todavía.
Escribir, dice Lispector, es no saber lo que continúa. Buscar lo que sigue a lo escrito, es como echar a rodar una palabra utilizándola de cebo: ¿qué otras palabras vendrán, si es que vienen? ¿O lo que vendrá es la nada?
Otros han escrito la exasperante totalidad del todo, otros han nombrado el mundo con un puñado efímero de sonidos. Pero: ¿qué es más revelación, qué revela a qué: el todo o la nada? 
Nos es imposible la ingenuidad frente a la totalidad, pero acaso es posible la inocencia delante de lo que parece vacío, nulo. Mirar con inocencia, sí, como si esa mirada y esa inocencia fuesen la textura íntima de la soledad; la soledad difícil y paciente, la que se ofusca contra la ingravidez del deseo, la que conoce el infierno de la pasión, la que reconoce sus propios dolores y se ruboriza por la ansiedad de hacerlos esfumar.
Escribir, insiste Lispector, es prolongar el tiempo, encontrar el tiempo al interior del tiempo, hacer que los segundos sean partículas, milímetros, átomos, trazar hilos de carne en el centro mismo del tiempo metálico, permanecer en vez de escabullirse, no dejar que las horas pasen sino hacer que pasen palabras en las horas.
Escribir en el espacio que dejan las teclas simultáneas de un piano, negándose al sentido antes de tiempo, con la paciencia del amor y el amor de la paciencia. Querer escribir con la piel, pero tener que escribir con las palabras, a pesar de las palabras. Escribir, es un decir: “Érase una voz, Clarice”.  

Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960). Investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y del  Consejo Nacional de Investigaciones de Argentina, ha escrito libros de ensayos, poemas y micro-relatos. Entre sus últimas obras se encuentran: Voz apenas (Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2011), No tienen prisa las palabras (Barcelona, Candaya, 2012) y Hablar con desconocidos (Barcelona, Candaya, 2014).



CARTAS DE LOS LECTORES

MARCO ANTONIO CAMPOS. Muy sentidos los poemas del mexicano Campos publicados en el número anterior. Mi preferido es el asalto contra la poesía experimental, pues creo con él que tanta maniobra dejó muy poco a la poesía. Puede ser iconoclasia, pero me aburren tanto los poemas de  Mallarmé como los de Eliot. La poesía no debe ser geometría sino verbo encantado. Luis Fernando Manrique

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EL EPISODIO DE ESTAMBUL. Es muy bonito el sueño de Rubén Darío Flórez sobre Turquía. En verdad el arte nos saca de lo real pero nos da el sentido de la realidad. Amelia Ortiz

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SACHER-MASOCH. Perverso y hermoso relato el del gran Sacher-Masoch, padre del masoquismo, publicado en Con-Fabulación. Soberbia traducción. Excitante y deliciosa pieza narrativa. Ana Lucía Fernández
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MARÍA DEL PILAR HURTADO. Otra de las piezas ajedrecísticas de Uribe cae. Esperamos que la ex directora del DAS ahora cante pues todos los colombianos queremos oír de sus labios quien la envió a interceptar a las figuras más importantes de la oposición. El monstruo ya debe salir de la sombra. Lorenzo Díaz

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