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con el asunto “Retiro”
Siento el
agua
Antonio
Gamoneda
Nació en Oviedo, España, en 1931. Autor de Sublevación inmóvil (1966), Descripción de la mentira (1977), León en la mirada (1979), Lápidas (1987), Edad (1987), Libro del frío (1992), Libro de los venenos (1995), Sólo luz (2000), Arden las pérdidas (2003), y Cecilia (2004). Su obra fue reunida bajo el título Esta luz por Galaxia Gutenberg en 2004. Premio Nacional de España (1988), Reina Sofía (2005) y consagrado con el Cervantes (2006).
Publicamos de este grandioso poeta,
tan cercano siempre a nuestro corazón, “Siento el agua”, cedido exclusivamente
para El Libro de la Tierra – Antología Mayor (Común Presencia
Editores) y para este número de Con-Fabulación.
SIENTO EL AGUA
Me he sentado esta tarde a la orilla del río
mucho tiempo, quizá mucho tiempo,
hasta que mis ojos fluían con el agua
y mi piel era fresca como la piel del río.
Cuando llegó la noche, ya no veía el agua
pero la sentía descender en la sombra.
No escuchaba otro ruido que aquel ruido en la noche;
no sentía en mí más que el sonido de agua.
¡Tantos seres humanos, tan inmensa la Tierra,
y este ruido en la noche ha bastado para llenar mi corazón!
Yo no sé si he traicionado a mis amigos:
el cántaro está lleno de un agua oscura y dulce,
pero el cántaro sufre –el rojo, viejo barro.
Alguien tiene piedad de este cántaro.
Alguien comprende el cántaro y el agua.
Alguien rompe su cántaro por amor.
En todo caso, yo no he cogido el agua
para bebérmela yo mismo.
R
E L A T O
Prosperina
(fragmento)
Por Armando Rojas
Guardia
Este relato data de finales de 1984. La
idea del mismo me la sugirió un cuento de Pablo Rojas Guardia, que siempre me
pareció una ocurrencia brillante muy mal trabajada literariamente. Así pues, me
propuse reescribir ese cuento a la medida de mi propia imaginación e inventiva:
modifiqué el tema, la estructura y los procedimientos estilísticos del texto de
mi padre; de éste sólo quedan en mi cuento algunos -pocos- rasgos de la
anécdota. Si ahora me decido a dar a conocer estas páginas es porque, como
diría Borges, creo que no me deshonran, y también porque recogen el talante
psíquico y espiritual de un momento muy específico de mi evolución subjetiva.
Hoy le hubiera dado otra dirección existencial al conflicto interno que
atormenta a los dos principales personajes del relato. El lector juzgará: si he
logrado mi propósito de conmoverlo, aunque sólo sea estéticamente, daré por
bien empleados los días laboriosos, las horas febriles, las semanas de angustia
que demoró la composición de este texto. A.R.G.
1
Proserpina y yo nos conoceremos en una fiesta diplomática. Ambos
perteneceremos a esa especie de inclasificable bestiario que dibujan los
funcionarios internacionales. Ella será la enigmática y esbelta esposa del
embajador de un país selvático, cuya geografía estridente avivará el delirio de
mis noches de insomnio; yo desempeñaré con resignación la secretaría de la
ineficaz Legación venezolana en Egipto, la patria donde conviven los personajes
de Durrell y Cavafis. Nuestro encuentro acontecerá durante los primeros años de
la "guerra fría". Ya se sabe que estos arrastrarán consigo
inevitables, acartonados estereotipos y consignas: Esa noche, lluviosa y
caliente a un tiempo, en la que conoceré a Proserpina acodada a la baranda de
una terraza abierta sobre las luces de El Cairo, celebraremos la efemérides de
un país situado detrás de la "cortina de hierro", tal como Churchill
la bautizará en un discurso cuya reseña y síntesis leeré en un periódico de
Alejandría, una tarde transpirada de yodo y azul marítimo. Como será, en
aquellos días, la costumbre diplomática (la menos diplomática de las
costumbres), en el banquete la concurrencia se abrirá en dos bandos: de un
lado, los occidentales y los sudamericanos que, para los soviéticos, no seremos
más que espías al servicio del Departamento de Estado y la Agencia Central de
Inteligencia norteamericanos; y del otro, ellos, los representantes de todo lo
que se abigarra y extiende desde las aguas del Báltico, que fosforecen bajo las
lunas australes, hasta los bosques de abedules y fresnos que se precipitan en
las playas del Caspio. La fiesta pululará de trajes impecables, largos vestidos
de colores intensos y uniformes sobre los que arderá -bajo la luz sofocante de
las lámparas- la flora cursi de las condecoraciones. La ausencia del señor
embajador quizás dará audacias al joven secretario; tal vez la pompa misma de
aquel acto protocolar impacientará el ánimo poco convencional de Proserpina: lo
cierto es que ella, en un arranque de liberación, aceptará mi invitación a
escaparnos hacia la otra noche, la verdadera, la indomesticable dentro del
zoológico diplomático y sus arañas de cristal: la noche densa, espirituosa,
húmeda de El Cairo. Mi mujer, mi esposa, no habrá podido asistir a la reunión.
Proserpina no mencionará el hecho y así se realizarán nuestra primera fuga y
nuestra primera cópula en el tiempo.
Después vendrán días y semanas y meses. Nuestra relación -¿por qué
vacilaré tanto en llamarla "nuestro amor", siendo que a nadie he
amado más que a esa mujer, cetrina y lánguida, fantasma de mis sueños?-
adquirirá una calidad inusitada, prestigiosa. Mis propias circunstancias habrán
cambiado. María Eugenia, mi esposa, tendrá que viajar a Venezuela para dar a
luz a mi segundo hijo, y esa soledad inédita de El Cairo, poblada ahora por un
amor sin compromisos y con un futuro incierto, afirmará, redondeará mi
equilibrio emocional, me ubicará inopinadamente en mitad de unas coordenadas de
tranquilidad casi geométrica. Ahora sé -pero no lo supondré entonces- que aquel
recién estrenado estado del ser (porque será no sólo espiritual, sino también
corpóreo, como si la misma carne, y sobre todo ella, participara de mi fiesta
de la paz) vendrá promovido, impulsado hacia mí por la presencia de Proserpina
que, como los más intensos licores, calará lentamente, y sin que yo lo note, la
materia última de mi cuerpo y, a través de ella, la de mi alma.
Descubriré pronto que a aquella mujer única le estará ocurriendo, en el
momento mismo de nuestros primeros contactos, un fenómeno espiritual al que percibiré,
en un principio, como un verdadero "conflicto" religioso (las
comillas a ambos lados de esa penúltima palabra indican la impropiedad literal,
sólo alusiva, del término). En el arrebato salobre de los besos, mientras
amanezca sobre las cortinas de mi dormitorio; en la caricia inesperada al
caminar dentro de la muchedumbre callejera; en el abrazo furtivo que animará
nuestros paseos vespertinos, cuando saldremos a respirar el aire refrescante de
las urbanizaciones residenciales de la ciudad; y, sobre todo, en las batallas
del coito, cuando desechos de contactos nos levantemos sobre la noche de
nuestros más inconfesados deseos, siempre Proserpina dejará escapar inesperadas
palabras que me desconcertarán: - Dios mío, Dios mío, Santo Dios. Ay Dios, al fin
te tengo. Mi diosecito, mi diosecito.
Este hecho lo atribuiré, al comienzo, a inveterados resabios de
formación católica, a demorados restos de alguna pasantía por algún colegio de
monjas. Aquellas palabras, aquellas frases intensas, entrecortadas a veces por
las quejas de la cópula, congeniarán sin duda mal -para mi percepción, si no
atea, por lo menos sí laica y agnóstica- con la soberbia plenitud carnal, la
libertad erótica y la exquisita sensualidad que harán de Proserpina, desde el
primer instante, una mujer inmediatamente deseable: deseable hasta la lascivia.
Pero en todo caso terminaré por acostumbrarme, focalizado por aquella poderosa
atracción sexual, a lo que yo empezaré a llamar mentalmente, un poco con desdén
y otro poco con ternura, las "jaculatorias" erótico-religiosas de mi
amante. Hasta que una tarde, de pronto -como sobrevendrá todo acontecimiento
dentro del "tempo" vertiginoso de mi relación con ella- tendré la
brusca sensación de comprender, no, más bien de intuir la verdadera profundidad
de un sentimiento que hasta entonces me habrá parecido mera -¿y ridícula?-
reliquia de un pasado inconsciente.
Es preciso que mi escritura construya matemáticamente esta escena, una
de las pocas que ahora no necesita inventar mi imaginación literaria, como he
inventado todo lo ocurrido en este cuento incipiente; y no requiero fantasearla
porque dicha escena está inapelablemente grabada en mi memoria, y la entresaco
de las páginas de otro relato que escribí, hace tiempo, deseando como ahora
-pero tal vez con menos fortuna- desentrañar aquel telegrama del abismo que
será, que es Proserpina:
... acabábamos
de hacer el amor y yacíamos ambos sobre el colchón desnudo de la cama (mi
desorden habitual, aumentado por la negligencia doméstica hacia la que me
conducía el hecho de haberle concedido vacaciones anticipadas a la escasa
servidumbre de mi casa, determinaba el que yo tardase varios días en cambiar el
juego de sábanas de la cama, a la que prefería más cómodamente desvestir como
en mi época de estudiante y apartamento de soltero, allá en Caracas). Nos
dejábamos invadir, en aquel momento, por la sabrosa pero también melancólica
laxitud que ocupa los cuerpos al finalizar el acto del amor y que los romanos,
en su latín penetrante y lacónico, llamaron "tristitia amoris".
Proserpina apoyaba su cabeza livianísima sobre mi antebrazo izquierdo, mientras
yo olía su cabello extremadamente recortado -era la moda del momento- en el que
mi mano abierta buscaba no sé qué curva suave de la nuca. De repente, en la
casa de al lado o en otra situada más allá (a decir verdad, era imposible
ubicar el lugar de donde provenía la música) empezó a resonar débil pero muy
perceptiblemente el "Kyrie" del Requiem de Fauré. Reconocí enseguida
su melódica solemnidad ascendente. Y fue evidente en un segundo que Proserpina
también la había reconocido porque, levantando la cabeza somnolienta y abriendo
hacia mí los ojos claros y sobrecogidos, me miró larga y penosamente, mientras
demoraba todavía en caer la cascada coral del "Kyrie". En esos
inmensos minutos, cuando ella, desnuda y todavía ovillada contra mi cuerpo, absorbía
mi mirada en la suya con una tristeza infinita pero también con una aprehensión
inusitada, yo entendí súbitamente, de bruces contra la evidencia, que sus ojos
inquirían en mí por una cosa, buscaban sólo esto: un eco de aquella música
sagrada al fondo de mi espíritu, una respuesta de mi ánimo o de mi carne al
himno milenario que la melodía ponía a vibrar, transfiguradamente, en medio de
nosotros. -¿Sientes como yo? ¿Entiendes tú también el mensaje?, eso era lo que
Proserpina parecía preguntar, con urgencia, con inquietud, a través de sus ojos
enormes, fijos y abiertos sobre los míos. Yo sólo puedo decir que se me reveló
tan hondo el desamparo de esa pregunta, y era tan álgida la intemperie de su
desnudez frente a la música que la sobrecogía, que una oleada de ternura me
dobló los brazos y la acaricié con un afecto lleno de piedad y reverencia. Ella
se dejó hacer, en mitad de un abandono en el cual creí percibir lucidez,
asentimiento. Y mientras el Requiem de Fauré se incrustaba aún entre la tarde y
la noche, casi danzando sobre nuestros cuerpos, yo la poseí de nuevo lenta,
parsimoniosamente. Era mi única manera de responderle y entregarme.
Proserpina: erótica y ascética de la escritura
Por Carlos
Pacheco
Me
llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera;
brillaste
y resplandeciste, y curaste mi ceguera;
exhalaste
Tu perfume, y lo aspiré, y ahora suspiro por Ti;
gusté de
Ti, y ahora siento hambre y sed de Ti […]
Agustín
de Hipona, Las confesiones
¿No habrá seres inexplicablemente poseídos por la
pasión de Dios? Como antes había ateos vilipendiados por una sociedad que se
autoproclamaba creyente, ahora aquellos serán tratados con conmiseración por
una sociedad de ateos. […] Pero ellos, de día, de noche, en medio de los
hombres o de sus marchas solitarias, no dejarán de sentirse interpelados por la
Presencia, […] irrecusable en su misterio.
A. M.
Besnard, citado por A.R.G. en Proserpina
Para algunos seres,
la escritura es mucho más que un oficio. Profesión podría llamarse, con tal de
que digamos profesión de fe, en una dimensión ética y trascendente,
justamente profética, del lenguaje. Proferir, escribir, puede llegar a
ser entonces un acto erótico y tanático a la vez, donde elegir y cambiar, inscribir
y borrar, insistir y fijar (antes de volver a dudar) son los vaivenes de una
danza verbal encarnada en el léxico, articulada por el esqueleto sintáctico,
sostenida por esa música que es la prosodia, animada e iluminada por un deseo
de la significación que llega en ocasiones a ser tenaz y punzante como un
dolor. Ese reiterado acto de amor y goce y sufrimiento conduce en ocasiones a
la gestación de un texto logrado, memorable como el que hoy celebramos, capaz,
como dice su prefacio, de conmover a su lector en esa otra relación
amorosa que puede llegar a ser la lectura.
Hay aquí un misterio:
¿por qué un escritor se dedica con abnegación a trabajar un texto,
abandonándolo todo, como un enamorado? ¿Qué exigencia interior irrenunciable
hace que ese oficiante de la escritura dedique cientos de horas a elaborar y
reelaborar ese tejido de palabras? No lo sé, pero desde su primera versión,
premiada y publicada en 1985, el cuento Proserpina, de Armando Rojas
Guardia, publicado ahora como libro gracias a una amorosa conspiración de sus
amigos, tenía el destino de existir y ser leído.
Proserpina es excepcional y convoca nuestra atención en primer lugar porque se
trata hasta ahora del único cuento –pleno y redondo donde los haya– escrito con
pasión por el autor de una reconocida obra poética y ensayística. Nos impacta
por su inédita profundidad en la exploración de un tema a la vez muy central en
la obra de Rojas Guardia y muy inusual en la literatura venezolana. La pasión
amorosa no sólo aparece allí, según el tópico clásico, como alegoría del anhelo
y el encuentro con el Ser Supremo, sino también como método de búsqueda y
cultivo sistemáticos de esa religiosa relación con lo Superior. Es el doble
vínculo –La llama doble, según el título del notable ensayo de Octavio
Paz– que llegan a pretender unos amantes: suma pasión humana e ilimitado anhelo
de lo divino en una convivencia que solo parece accesible a través de
excepcionales estados de conciencia. Por eso, con disciplina y tesón, con
persistencia y atención meticulosa similares a las que se exige el soñador de
“Las ruinas circulares” para concebir un hijo soñándolo, estos amantes
arquetípicos se proponen alcanzar la mutua fecundación espiritual en un orgasmo
supremo que pudiera llevarlos a perder la conciencia o, más bien, a
abandonar su limitada y repetitiva conciencia ordinaria, para abrirse y
disponerse por instantes al contacto con una conciencia superior.
Esta historia inusual nos presenta así las muy diversas facetas del
encuentro de los amantes en esos abismos superpuestos y paradójicos de la mutua
entrega: la inevitabilidad de su amor, la necesidad –para abrirle espacio– de
romper del todo con la ortodoxia y las convenciones sociales, las dudas y
vacilaciones habitando en el centro de esa pasión indetenible, la necesidad de
separarse del mundo y de practicar una suerte de ascética amatoria, de erotismo
sacro, con sus renuncias, esfuerzos y riesgos, y finalmente, la comprensión y
el autoconocimiento que se esperan de esa relación excepcional y sin fronteras.
Proserpina narra entonces la búsqueda tenaz del clímax del amor humano,
una manifestación tan refinada y extrema del eros que logra llevar a quien se
manifiesta, si no ateo, por lo menos laico o agnóstico, a anhelar “ese
horizonte ingrávido que llamamos Dios”, aunque solo sea a través de la
literatura, esa otra ascesis amorosa, esa otra laboriosa pasión, el minucioso e
hiperconsciente tejido de una trama ficcional.
Esto explica la notable elaboración estética de este relato. Lo primero
que advertimos es un inusual tratamiento de la temporalidad que nos sorprende y
perturba desde la primera línea. La narración se produce mediante verbos
conjugados en futuro: “Proserpina y yo nos conoceremos en una fiesta
diplomática…” (11) Lo que llegamos a comprender más tarde es que en realidad
–gracias a una lúdica y paradójica operación metaficcional que resulta clave
para la significación del relato– el cuento que estamos leyendo está aún por
escribirse y, más aún, que desde la perspectiva del narrador, la realidad misma
allí representada (cuyas coordenadas espaciotemporales son la ciudad de El
Cairo hacia 1950) aún no existe. En el mundo de la ficción, el narrador va
creando (literalmente) esa realidad al narrar en su cuento lo que habrá de
ocurrir años después. Por eso, la frecuente “autocorrección” de un tiempo
verbal presente que sigue a uno pretérito: “[…] me contemplará (me contempla)
[…]” (31). El cuento es entonces, en su mayor parte, un proyecto de
cuento, apenas el guion de su eventual desarrollo: un cuento dentro del cuento
que aún está por escribirse, pero que también existe ya en la conciencia del
personaje narrador. Nada mejor para mantener alerta al lector, para alimentar
en él una saludable conciencia de ficcionalidad y para desterrar del relato
toda pretensión recta de prédica sabia o doctrinal.
Con este complejo
recurso metaficcional convive una intertextualidad rica y certera, mediante la
cual la vasta erudición del autor trabaja con notoria eficiencia para
diversificar y dar mayor profundidad al relato. Entre todos estos intertextos
literarios, musicales y plásticos (de Agustín de Hipona, Kavafis o Lezama a
Fauré y Utamaro), tiene relieve singular la figura de Borges. Sus gestos,
actitudes y procederes están allí, desde la existencia misma de una nota
bibliográfica (que no es sin embargo apócrifa) y de un prefacio donde se cita
al bardo ciego (prefacio que naturalmente debería leerse como parte de la
ficción), hasta los ritmos y sonoridades de la cuidada escritura o la
microscópica aparición en el texto de adjetivos como “inmemorial”, para
calificar a las aguas del Nilo (24), o “unánime” para referirse a la desnudez
de los amantes (30). Todo el relato resulta entonces una ofrenda narrativa,
difícil de superar, al poeta y ensayista porteño que cultivó en sus cuentos una
forma excelsa de poesía y pensamiento.
No faltan en el
enjundioso conjunto ciertos comedidos rastros autoficcionales que el narrador
va dejando por el camino como otro pliegue de esta complejidad textual, solo
para que sean reconocidos por avezados rastreadores. Pero el juego intertextual
dista mucho de ser filatelia decorativa o estrategia de autolucimiento. En la
última parte del relato nos aguarda una sorpresa crucial cuando, sin previo
aviso, en un giro repentino, mediante una confesa maniobra proustiana o
lezamiana, la narración muta radicalmente su emplazamiento espaciotemporal y se
traslada “al pasado de su inevitable porvenir” (41), haciendo así más
ostensible y franca su índole de ficción dentro de la ficción. De un
orientalista y refinado entorno diplomático en la capital egipcia de mediados
del siglo XX, la acción es transferida súbitamente a un contexto rural
venezolano unas tres décadas atrás que, para nosotros, evoca de inmediato la
hacienda Piedra Azul de Memorias de Mama Blanca. Allí se nos
revela la naturaleza “verdadera” de los protagonistas, su relación de
parentesco y su trágica separación que, gracias a los poderes de la
(meta)ficción, habían sido antes transmutados, en el cuento dentro del cuento.
Único y supremo homenaje posible al frustrado amor adolescente, aquella
transmutación lo había exaltado allá como confluyente clímax a la vez erótico y
místico.
Finalmente, se pone
de manifiesto el carácter terapéutico, o más bien redentor, salvífico, de esa
práctica escrituraria con rasgos ascéticos, litúrgicos, sacramentales: “el
futuro redime al pasado” (44), nos dice el relato: psíquica y espiritualmente,
solo la literatura salva. Sin embargo, en su final abierto podría haber aún una
última vuelta de tuerca. A la danza amatoria viene aparejada una riesgosa
esgrima con lo trascendente. En definitiva, la conveniente coraza del
agnosticismo tal vez no sea del todo impenetrable y el narrador, que tan
prolijamente programa y vive esas experiencias límite de erotismo extremo,
parece caer víctima de su propia trampa y terminar tocado (a la vez
conmovido y touché), confrontado y retado por el magnetismo de eso,
desconocido e inexplicable, que parece intuir más allá del “ardor interminable
de los astros”. (40) De otra manera no sería capaz de sentir y describir, con
tal pasión, precisión y rigor, la ineluctable pulsión espiritual de su amada.
En esta historia de
amor, inquietante desde su inicio porque –al igual que su escritura– no soporta
modelos o estereotipos, los amantes son transformados por su experiencia
extrema: al hundirse en lo carnal y lo terreno como metafóricamente se hunden
en el sexual cieno del Nilo, lo trascienden. Como arriba, así abajo (y
viceversa). Si el verdadero encuentro amoroso no admite programa ni código
alguno, tampoco hay nada consabido en esta práctica de la escritura narrativa,
porque ella está al servicio de una exploración abierta y valiente de la
interioridad. Siempre a contracorriente, en momentos de tan militante
descreimiento, de programático escepticismo, cuando algunos sienten vergüenza
de todo gesto espiritual o trascendente, Rojas Guardia se atreve una vez más a
optar por la paradoja al conjugar amor erótico y aspiración religiosa, arrebato
carnal y pasión mística.
1. Una versión preliminar y más breve de este ensayo fue
publicada a través del portal Prodavinci a principios de diciembre de 2014.
2. Armando Rojas Guardia,
Francisco Joseì Chapman, Rafael Joseì Alfonzo: Premio "Casa de la
Cultura de Maracay 1985", Mención Narrativa. Maracay, Secretaría de
Cultura del Estado Aragua, 1985.
3. Armando Rojas Guardia: Proserpina. Caracas, La
Guayaba de Pascal, 2014.
Para no olvidar a Clarice Lispector
Por Carlos
Skliar*
Si es cierto que todo en el mundo comenzó con un sí, escribió Lispector,
si es verdad que un átomo le dijo sí a otro átomo y así comenzó el mundo,
entonces la soledad es afirmativa, no se inscribe a partir de la enunciación
del nombre de cada uno sino de la indefinición de un ser que se graba y apaga
en cada línea, muerte y resurrección de una escritura tallada y talada en el
cuerpo.
A Clarice Lispector le hubiera gustado tanto escribir una historia que
comenzara con “Érase una vez”, pero que no fuera una fábula para niños.
Y empezó una y otra vez a formular las palabras siguientes: “Érase una vez
el amor”, “érase una vez el error”, “érase una vez la pasión”.
Le resultaba imposible, porque las historias necesitan del ardor de la sangre y
de esa pena que es tan remota, que es tan ajena como propia.
Entonces escribió: «Érase una vez un pájaro, Dios mío».
Para ser uno, hay que ser el otro de los otros, la pura confusión de
identidad, la memoria que se olvida de sí delante del esplendor del mundo.
Nadie puede nombrarse a sí mismo sin ocultar una larga ausencia de rostros.
Nadie puede ser capaz de tanta capacidad.
La única técnica –ay, esa expresión mortuoria– es la humildad: la
absoluta conciencia de que uno es totalmente incapaz y que habrá que acercarse
a las cosas con el sigilo absoluto de la mirada limpia. Si nos acercáramos con
el volumen excesivo de los nombres, todas las cosas saldrían disparadas.
Habría que aproximarse con la suave ignorancia, con la frágil tentación
del desconocimiento: abrir una puerta y, simplemente, mirar. Mirar el sol que
nunca vimos antes, el de las tres de la tarde. Mirar el pájaro que se convierte
en águila. Mirar el dolor sin precaución ni alegorías. Mirar el resultado de la
mentira. Mirar una sombra mayor a tu estatura.
Sólo así –y aún así, no del todo cierto– habría escritura: la mirada
conserva algunas imágenes que existen y otras que no han existido nunca, y se
escribe también acordándose uno de lo que no se ha vivido todavía.
Escribir, dice Lispector, es no saber lo que continúa. Buscar lo que
sigue a lo escrito, es como echar a rodar una palabra utilizándola de cebo:
¿qué otras palabras vendrán, si es que vienen? ¿O lo que vendrá es la nada?
Otros han escrito la exasperante totalidad del todo, otros han nombrado
el mundo con un puñado efímero de sonidos. Pero: ¿qué es más revelación, qué
revela a qué: el todo o la nada?
Nos es imposible la ingenuidad frente a la totalidad, pero acaso es
posible la inocencia delante de lo que parece vacío, nulo. Mirar con inocencia,
sí, como si esa mirada y esa inocencia fuesen la textura íntima de la soledad;
la soledad difícil y paciente, la que se ofusca contra la ingravidez del deseo,
la que conoce el infierno de la pasión, la que reconoce sus propios dolores y
se ruboriza por la ansiedad de hacerlos esfumar.
Escribir, insiste Lispector, es prolongar el tiempo, encontrar el tiempo
al interior del tiempo, hacer que los segundos sean partículas, milímetros,
átomos, trazar hilos de carne en el centro mismo del tiempo metálico, permanecer
en vez de escabullirse, no dejar que las horas pasen sino hacer que pasen
palabras en las horas.
Escribir en el espacio que dejan las teclas simultáneas de un piano,
negándose al sentido antes de tiempo, con la paciencia del amor y el amor de la
paciencia. Querer escribir con la piel, pero tener que escribir con las
palabras, a pesar de las palabras. Escribir, es un decir: “Érase una voz,
Clarice”.
Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960). Investigador de la Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales y del Consejo Nacional de
Investigaciones de Argentina, ha escrito libros de ensayos, poemas y
micro-relatos. Entre sus últimas obras se encuentran: Voz apenas (Buenos
Aires, Ediciones del Dock, 2011), No tienen prisa las palabras
(Barcelona, Candaya, 2012) y Hablar con desconocidos (Barcelona,
Candaya, 2014).
CARTAS DE
LOS LECTORES
MARCO ANTONIO
CAMPOS. Muy sentidos los poemas del mexicano
Campos publicados en el número anterior. Mi preferido es el asalto contra la
poesía experimental, pues creo con él que tanta maniobra dejó muy poco a la
poesía. Puede ser iconoclasia, pero me aburren tanto los poemas de
Mallarmé como los de Eliot. La poesía no debe ser geometría sino verbo
encantado. Luis Fernando
Manrique
* * *
EL EPISODIO DE
ESTAMBUL. Es muy bonito el sueño de Rubén Darío
Flórez sobre Turquía. En verdad el arte nos saca de lo real pero nos da el
sentido de la realidad. Amelia
Ortiz
* * *
SACHER-MASOCH. Perverso y hermoso relato el del gran Sacher-Masoch,
padre del masoquismo, publicado en Con-Fabulación. Soberbia traducción.
Excitante y deliciosa pieza narrativa. Ana Lucía Fernández
* * *
MARÍA DEL PILAR
HURTADO. Otra de las piezas ajedrecísticas de
Uribe cae. Esperamos que la ex directora del DAS ahora cante pues todos los
colombianos queremos oír de sus labios quien la envió a interceptar a las
figuras más importantes de la oposición. El monstruo ya debe salir de la
sombra. Lorenzo Díaz
* * *
Compre
aquí nuestros 100 títulos
Poesía,
Cuento, Ensayo, Crónica, Novela y Testimonio
El Libro de la Tierra
(101 geniales Autores), Discursos Premios Nobel (Tres tomos), Grandes
entrevistas de Común Presencia, Antología de Poesía Colombiana (1931- 2011),
Poetas venezolanos contemporáneos, Cuentos perversos, Ensayistas
bogotanos, Cronistas bogotanos, Cuentistas bogotanos y muchas obras más.
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