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Mucho hay que agradecer al Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas. Se trata de una epopeya de la creación, alguna vez traducida por un cura—el fraile Francisco Ximénez— a la que el hombre, bípedo celebratorio, llega tras una sucesión de intentos fallidos. Como se sabe, los dioses del libro sagrado quiché, tras crear vegetaciones, fauna y minerales, en fin, todo lo que hay, quieren engendrar seres que los alaben, pero fracasan en reiteración real. Ya hay animales, incapaces de alabanza, y por eso hacen unos seres de barro —barro con vocación de humano—, demasiado frágiles y caidizos. Los Creadores y Formadores toman madera, entonces, pero los seres, unos maniquíes, carecen de sentimientos y sabiduría, y desaparecen, atacados por sus tecnologías (sus ollas, vajillas, escudillas, piedras de moler) y por sus animales domésticos, entre ellos sus perros y gallinas. Claro que por profética que se la quiera, esta destrucción de los hombres de madera nos dice menos que lo que dirán, ni bien lleguen a la superficie sublunar, los hombres de maíz, esos que fueron los primeros capaces de alabanza, es decir, nosotros.
Es que del maíz habían salido cuatro hombres primigenios que podían verlo todo, “lo grande y lo pequeño”, que por verlo todo no se multiplicarían, que probablemente no habrían de acceder a la alabanza y que, seguramente, de seguir viendo así, nos habrían dejado sin mundo. Los dioses les empañan la vista, como se recuerda, temerosos de que se igualaran con la divinidad, por lo que los hombres de maíz, es decir nosotros, no pudieron ya ver más que “lo próximo”. Lo veían todo y, por tanto, no se movían, una inmovilidad que, cabe recordar, es precisamente el momento previo al relato: la enseñanza, en este sentido, es que para que haya relato debe regir un cierto principio de miopía.
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Porque no veo me muevo, investigo, copulo. El relato exige esta cortedad de vista, una cerrazón que, por ejemplo, dramatiza la Divina Comedia. Cuando más oscuro, más se mueve Dante por indagar, conocer; he ahí el infierno, principio de la narración. Cuanto más resplandeciente, más lirico, celebratorio, inmueble se queda el florentino: el paraíso de la inmovilidad. (leer más)
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