Los misterios son, creo, de las
pocas cosas interesantes y valiosas en esta vida. Cuando alguien viene y revela uno de un golpe, lo primero que sentimos es rechazo. Aunque a la larga ese misterio es reemplazado por otros, y nuestra sed de invisible se ve satisfecha. Si alguien preguntase qué es el capitalismo, yo diría que es una pseudo-religión. Es decir, tiene que ser mantenido en base a una institucionalidad vigilante y represora que interpreta el mundo, a la que se une la creencia simultánea de millones de fieles en dogmas que nadie puede comprobar (el valor del dinero, la confianza en que los bancos te lo van a custodiar, la fe en el valor del ahorro, y otra miríada más de operaciones a futuro que nada garantiza). El capitalismo tiene su toro simbólico, imagen de la fuerza individual y la prosperidad, en el centro del distrito financiero de Wall Street, que vendría a ser su Jerusalén ecuménica. También hay que creer que explotar tierra y congéneres es parte de la condición humana, y que la colaboración colectiva no lo es. Disparates malos y estantiguas en las que nadie en su sano juicio individualmente creería, pero que la hegemonía religioso-capitalista de esta era nos fuerza a vivir.
Del mismo modo que el capitalismo es una religión en ese sentido, lo es la izquierda política. Solo que la izquierda política cree en otras cosas. Originalmente estas cosas fueron bastante más virtuosas, comenzando por la fe en la posibilidad de un accionar social colaborativo en el que los valores no fuesen exclusivamente los de cada individuo, sino que el bien común estuviese por encima de ellos. En realidad, con el tiempo estas creencias han cambiado, y hay una que se ha encaramado por encima de todas y, me temo, revelado cuál fue la verdadera esencia de la izquierda como proyecto histórico. Esa creencia es la creencia en la superioridad moral del ciudadano de izquierda respecto a todos los demás ciudadanos.
Hace unos días el vicepresidente uruguayo Raúl Sendic declaró en México que "si (alguien) es corrupto, no es de izquierda". El Vicepresidente acaba de formular así, en un aforismo, lo que ha sido el núcleo más duro de la ideología mítica (y mistificadora) de la izquierda en las últimas décadas. El mensaje básico de la izquierda ha sido ese que da Sendic, que traducido es: "La izquierda tiene el monopolio de la moral. Todo lo inmoral es de derecha". Cualquiera se da cuenta que hacer trabajar semejante dogma a nivel político implica descalificar de entrada a todos los que no se declaren "de izquierda". De ese modo se niega la discusión, se da por sentado lo que habría que demostrar y, de paso, se obstruye imaginariamente a la justicia.
Cuando una cosa se vuelve obvia, aunque convenga mantenerla en secreto siempre hay alguien a quien se le escapa una formulación casi pornográficamente explícita, como en este caso, de eso que debía permanecer oculto. Pues las religiones trabajan con el misterio (se lo quieren apropiar y quizá sea por ello que tienen sus crisis y sus muertes, pues el misterio es patrimonio de la humanidad y no de una parte cualquiera de ella). Sendic ha sido ese al que se le escapó lo que no había que avisar: que la izquierda es, hoy, más que un movimiento político, una empresa pseudo-religiosa. Es decir, un conjunto de fieles que obedecen por amor a un supuesto misterio (un misterio, en mi opinión, bastante poco interesante), y no por consideraciones políticas, racionales o discutibles.
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