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Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo Osorio, Iván
Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIAL: Fabio
Jurado Valencia, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: José Chalarca,
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Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL EXTERIOR: Alfredo
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con el asunto “Retiro”
La memoria calcinada
Crónica de un viaje
al pasado
Después
de la crónica sobre Grecia “Viaje al país del origen”, de la de Rusia “Viaje al
país sin fin” y la publicada en abril “Lírica 150: Viaje al país de la muerte”,
que es el artículo más visitado durante los siete años de existencia de
Con-Fabulación, publicamos aquí del mismo autor, quien fuera testigo de
excepción de un momento singular de nuestra historia protagonizado por el M 19,
su crónica “La memoria calcinada”, que además de ser una nostálgica vindicación
generacional, es un agudo testimonio para comprender nuestro desesperanzado
devenir. A.O
Por Gonzalo Márquez Cristo
Un poco nervioso, el
domingo primero de junio de 1980, caminé a las siete de la mañana por las
desoladas calles de Chapinero con destino al apartamento de Liliana Puyo, quien
me esperaba con nuestro común amigo Juan Guillermo Meza, para dirigirnos al Patio
No. 1 de la penitenciaría La Picota.
Después de recibir
instrucciones precisas relativas a mi ingreso al centro carcelario para no
despertar la suspicacia policiaca, tomamos el bus que atravesaría Bogotá hasta
la calle 51 Sur, por la horrible avenida Caracas que se ondula como la espina
dorsal de un pez agonizante. Al arribar al barrio Molinos viendo las asiduas
colinas que exponían dentelladas producidas por las explotaciones de arena y
los racimos de casas de colores estridentes colgadas como murciélagos en las
laderas, Liliana me advirtió que debíamos prepararnos pues ya estábamos
próximos a esa herrumbrosa edificación gris, donde tendría la oportunidad de
ser testigo de excepción de uno de los momentos históricos más convulsos de la
historia colombiana reciente.
Recuerdo que durante
el último año había sido víctima de un cauto proselitismo político por parte de
mis dos amigos, quienes me rondaban en tertulias o en fiestas delirantes, sin
jamás decidirse a efectuar su secreta propuesta, debido a que mi anarquismo
poético me daba un blindaje contra toda militancia. Yo, por curiosidad y un
poco seducido por la espectacularidad de las acciones del M 19, había aceptado
visitar a los integrantes de ese movimiento, que decidió involucrar en forma
exitosa la publicidad en su accionar, inspirados un poco en nuestro realismo
maravilloso y en gran parte en los Tupamaros uruguayos que rendían con sus
sugestivas estrategias urbanas, tributo a la rebelión del Jefe indio Tupac
Amaru II, sublevado sin éxito en 1780 contra la tiranía
española.
Después de caminar
quinientos metros y cuando estábamos próximos a la turbulenta colonia
penitenciaria rodeada de mallas electrificadas, al ver la larga fila
constituida por quienes visitaban a los miles de presos allí recluidos, Liliana
me susurró que ya no podríamos volver a conversar hasta encontrarnos en el
interior del Patio mencionado, pues todo estaba infestado de “tiras”, cuya
labor principal en ese momento –un mes después de la triunfante
culminación de la toma de la Embajada de República Dominicana por parte del
Eme–, era reprimir con todo el rigor a los miembros de ese Movimiento de
incomparable audacia.
Este golpe de gran
repercusión mediática, comandado por Rosemberg Pabón, todavía era referencia
cotidiana en toda la población, y como se sabe había sido durante 62 días
primera página de los más destacados periódicos del mundo, debido a la
importancia de los 16 diplomáticos de alto rango secuestrados, entre quienes
estaban los embajadores de los Estados Unidos, Austria, Israel, México y Suiza,
entre otros.
Es fundamental
mencionar que dos años antes, el 31 de diciembre de 1978, el M 19 había
asestado uno de los golpes más humillantes al ejército colombiano robando 5.700
armas de las instalaciones militares del Cantón Norte, construyendo durante 73
días un arriesgado túnel, en la operación bautizada como “Ballena Azul”; hecho
que desencadenó una persecución sin antecedentes por parte del Estado,
instituyendo la indiscriminada tortura a centenares de sospechosos y los allanamientos
a casas de activistas de Izquierda o de simples simpatizantes, y a numerosos
intelectuales colombianos, bajo la égida del temerario Estatuto de Seguridad,
dictado por el presidente Turbay Ayala, uno de los hórridos presidentes de
nuestro atormentado país.
A causa de esa
cacería sistemática, el gobierno mostraba por entonces con orgullo a los 150
detenidos del M 19, a quienes se les adelantaba un publicitado Consejo de
Guerra, reuniéndolos a todos en La Picota por motivos logísticos. Allí se encontraban
los fundadores del grupo: Iván Marino Ospina, Carlos Pizarro y Álvaro Fayad,
cuya labor política había comenzado en las Juventudes Comunistas (JUCO); y
otros de alto rango como Elmer Marín, quien como parte de la paradoja de
nuestra historia había surgido de la Juventud Católica (JOC).
Dos horas después de
hacer la lenta fila y de franquear cuatro requisas –una de ellas donde se
desnudaba a todos los visitantes–, y de ser marcado con sendos sellos en el
antebrazo con tinta indeleble, al ir caminando –todavía aturdido debido a los
dispositivos de seguridad– por un ruidoso pasillo buscando el destino previsto,
fui repentinamente alcanzado por varios brazos que salían por entre las rejas.
Con temor forcejeé para liberarme de las cinco manos que me aferraban sin
conseguirlo, hasta que vino a mi rescate Juan Guillermo lanzando patadas como
un Ninja tropical, logrando desasirme de ese pulpo humano que me arrastraba con
el propósito de saquear mis bolsillos.
Aún nervioso arribé a
la puerta del Patio No. 1. Un guardia después de catearme por quinta vez me
preguntó a gritos por el nombre del preso que pretendía visitar: “Carlos
Erazo”, respondí y lo hice con voz queda para simular un carácter duro, sin
mencionar según me habían aconsejado a ninguno de los máximos comandantes, lo
que en ese tiempo revestía de peligro.
Erazo, era un
guerrillero sin mucha visibilidad entonces, aunque más tarde, reconocido como
el comandante Nicolás, sería fundamental en la estructura militar del M 19, a
tal punto que tendría la responsabilidad histórica de ordenar la dejación total
de las armas en la ceremonia del 9 de marzo de 1990, evento transmitido por la
televisión nacional. Posteriormente se exiliaría en Noruega (el país de la paz),
donde vive hace veinte años y trabaja como electricista, muy lejos de Colombia
(el país de la guerra) –según relata la lúcida periodista Angélica Pérez.
Al ser llamado por el
guardia, Erazo fue a buscarme inmediatamente a la puerta y me condujo al interior.
Fruncía constantemente la frente y aflautaba la voz para dar énfasis a sus
palabras. Su fraternidad era manifiesta. A los dos minutos de conocerme me
invitó a un desteñido y dulce café preparado en el caspete. Me guió por el
bullicioso lugar señalándome a algunos de sus camaradas de reclusión,
contándome cuántos días llevaba allí y cuántos pasos había de un extremo al
otro del patio, y me explicó que debido a que 150 prisioneros pertenecían al
Eme, y veinte a las FARC y un poco menos a ELN, grupos que se encontraban allí
en evidente minoría, todo estaba coordinado por los miembros de su movimiento,
lo que era notorio en la afable administración del recinto, “por lo que no era
posible compararlo con las otras secciones donde el imperio del hampa era categórico”,
argumento que para mí era irrebatible minutos después de haber sido atacado por
el pulpo humano.
Al terminar el café
nos acercamos de nuevo al caspete para beber otro, que yo deseaba pagar para
retribuir la invitación de Erazo; sin embargo él nuevamente se adelantó con
movimientos felinos y llevándome a un rincón me dijo: “Compañero, aquí están
retenidos la mitad de los fundadores del Eme, ¿quiere conocerlos?” Ansioso
respondí que sí, pues aquella era la razón de mi visita.
Fayad, Navarro, Ospina, Pizarro y Arias
Comenzamos por Iván
Marino Ospina. Lo recuerdo con su rostro curtido y su sonrisa que siempre
denotaba astucia. Me saludó con mano firme y de inmediato me dijo que mirara
alrededor. Así lo hice. Dos guardias no dejaban de observarnos. “¿Ya conoció
nuestro laboratorio político? Esto no es una cárcel, hermano, aquí todos
estudiamos historia, economía y política, reflexionamos, vivimos en permanente
debate…” Hablamos durante algunos minutos, me contó que había luchado en la
guerrilla venezolana y que como parte de su lucha revolucionaria en Colombia
editó la revista Comuneros conectando una imprenta a un vehículo; su
intranquilidad era evidente. Tres camaradas suyos esperaban muy cerca de
nosotros pues quizá temían un atentado; era una de las figuras jerárquicas y el
gran adalid militar del Movimiento, y sería reconocido posteriormente por su
carácter inflexible.
El 24 de junio de
1980, es decir apenas tres semanas después de este encuentro, Iván Marino
Ospina protagonizaría con Elmer Marín una de las fugas más escandalosas de las
cárceles colombianas, y mucho después se conocería su divertido testimonio
sobre ese evento que en el momento de mi visita se estaba gestando. Allí
refiere que según el plan establecido varios de sus compañeros se disfrazaron de
bastoneras, con cintas y adornos, y que ellos saltaban levantando las piernas
velludas en forma obscena, conformando un equipo que se enfrentaría en un
partido de micro-fútbol al de las mujeres guerrilleras vestidas con
pantalonetas diminutas, todo según una coreografía que habían imaginado entre
risas los miembros de la cúpula del grupo subversivo. Y como la puesta en
escena era tan eficaz, los guardianes y los oficiales que asistieron al Consejo
de Guerra se dispusieron a ver piernas, mientras ellos se prepararon raudos en
el baño con los atuendos militares previamente conseguidos. Ospina se rasuró el
bigote y se peinó, e hizo los últimos retoques a su disfraz pero antes de salir
tuvo que esperar a que Marín rescatara del repugnante orinal el quepis que se
le había caído de los nervios. Preocupado le advirtió que si el plan fracasaba
era por su culpa pues el hedor podría delatarlos. Luego salieron del baño y
caminando despacio se acercaron a la puerta del Patio con arrogancia. Allí
miraron por última vez a sus amigos en señal de despedida, y cuando notaron que
el “Turco” Fayad los observaba expresando asombro estuvieron a punto de
estallar en carcajadas. Lograron escapar sin contratiempos y afuera una célula
del M 19 los esperaba en un auto. Esta huida sería otra de las escenas
cinematográficas del Movimiento que mancillaría el honor policiaco.
Ospina cuenta detalles de este episodio y explica que no se
había fugado con Fayad, quien era la primera persona opcionada, al analizar que
su figura no era persuasiva debido a su escasa estatura; tampoco con Pizarro,
quien aunque era hijo de un importante Almirante de la Marina y conocía a fondo
el espíritu militar, era demsiado apuesto y causaría sospechas, así que solo
quedaba Elmer Marín, con su “insuperable figura de sargento”.
Poco después me
despedí de Iván Marino notando que varias personas querían abordarlo. Entonces
lo escuché decir: “Compañero, la revolución necesita dramaturgos, no solo
actores, piénselo”. Y claro que pensé en sus palabras cuando veía por
televisión la noticia de la intrépida fuga que involucraba la puesta en escena
del partido de fútbol. Luego, al morir Bateman –el brillante fundador del Eme a
quien lo rodeaba una aureola mágica–, en un accidente de avión ocurrido en 1983
que según diversas fuentes se atribuye al mal tiempo, Ospina sería elegido como
el comandante superior, y dos años después lo abatirían frente a su hijo hoy
senador de las República en el barrio Cristales de Cali.
Al verme solo, Erazo
se volvió a reunir conmigo, me preguntó inmediatamente por la percepción de mi
reciente entrevista y me invitó a un nuevo café. Asentí. Me adelanté corriendo
al caspete para no dejar que lo pagara, pero nuevamente fracasé pues él ya lo
había cancelado mientras yo conversaba con el jefe guerrillero. “Prepárate,
ahora te presentaré a Pizarro”, me dijo.
El saludo fue
emotivo, su carisma era notable. Inmediatamente y tomándome del brazo me
preguntó en qué universidad estudiaba. Le respondí que en la Javeriana pero que
el próximo semestre por motivos econo-ideológicos desertaría a la Nacional; él
sintiéndose identificado me dijo moviendo los brazos con su histrionismo
característico: “A mí me expulsaron de allá por organizar una protesta, pero en
todas partes se puede aprender algo… hasta en la Javeriana”, y escuché su
carcajada inolvidable. “En esa universidad de curas ambiguos aprendí como
Jesucristo que nunca se debe confiar en los ricos” agregó volviendo a
reír.
Poco después le
confesé que intentaba ser escritor. Sorprendido me pidió que lo siguiera porque
quería mostrarme algunos importantes escritos. Erazo nos acompañó hasta la celda
319, a donde había llegado hacía poco el comandante “Papito” después de veinte
días de torturas sistemáticas. Durante el trayecto Pizarro no dejó de esgrimir
su ironía, contra mí y contra el mundo. Se burló de los militares, hizo varios
chistes sobre el Inquisidor Turbay Ayala a quien propuso como la voz ideal para
doblar al pato Donald, luego se acercó a unos guardianes que no dejaban de
vigilarnos y les dijo con rostro adusto que yo era un agente de la KGB y que
esa misma noche pensaba explotar el Capitolio.
Reímos. Al llegar a
la pequeña celda que me mostró con orgullo –había algo de ascetismo en su
personalidad–, en cuyas paredes tenía pegados poemas de Neruda y una flor azul
seca, buscó un manojo de papeles arrugados con tanta devoción, que yo imaginé
que eran los míticos Documentos para la Nueva Colombia, de los que se
hablaba clandestinamente en tantas reuniones, como si fueran la ruta de
navegación que necesitaba nuestro país para salir del abismo. Viéndolo mover
las hojas imaginé por un instante que yo sería el encargado de sacar los Documentos
de allí con el fin de publicarlos en alguna imprenta clandestina, y por
segundos me sentí como Antonio Nariño cuando traducía los Derechos del Hombre.
No obstante para mi decepción, se puso a leer con ademanes muy marcados uno de
sus poemas melifluos de amor. Quedé absorto, no sabía que Pizarro escribía
lírica, y creo que él al notarlo, buscó un texto con temática política para que
yo lo siguiera respetando como un audaz guerrero; después regresamos al patio
recordando momentos absurdos de la historia nacional, y fiel a su humor lo
escuché afirmar: “Despertar es la clave, compañero, lo dijo Buda”.
Hablé con Pizarro por
veinte minutos. Luego lo escuché pronunciar su frase: “La revolución tiene que
ser una fiesta”, que se haría emblemática en entrevistas televisivas.
Finalmente, y cuando yo creía que me haría otra de sus bromas, me confesó: “Hay
poetas muy importantes entre los amigos del Eme. Y como la vida tiene que ser
un poema la próxima vez que venga a visitarnos traiga alguno de sus escritos”.
Le aseguré que así lo
haría aunque nunca volví. Me quedé pensando en quiénes eran los bardos a los
que aludía Pizarro. Al despedirme le comenté que deseaba conocer los Documentos
para la Nueva Colombia. Sonriendo me respondió que por ahora era
imposible.
Eduardo Esparza: Obra
de la “Serie Los Visibles”, realizada en homenaje a las víctimas del conflicto
colombiano
Una década después,
en 1990, Pizarro sería asesinado a sus 38 años, luego de apostar todo por la
paz, acción definida por él como un “salto necesario al vacío”, pese a los
lineamientos de su grupo que no quería creer en esa posibilidad histórica, y
que la veían como una trampa del gobierno –y no estaban lejos de la verdad pues
casi todos sus cabecillas fueron cayendo como parte de una acción de exterminio
emprendida por los grupos paramilitares en alianza con las fuerzas militares–.
Durante la impactante primicia televisiva donde se informaba que el candidato
presidencial del M 19 viajaba en un avión a Barranquilla, cuando el suicida
sicario había disparado su metralleta contra él en pleno vuelo, recordé nuestro
segundo y último encuentro ocurrido unas semanas antes del crimen:
Acudí con el
reconocido periodista Ignacio Ramírez autor de Hombres de palabra a una
cena a la que Pizarro, próximo a iniciar campaña política, había confirmado su
asistencia. Allí le recordé nuestro encuentro en La Picota y luego le regalé mi
poemario Apocalipsis de la rosa, diciéndole que aunque diez años tarde
cumplía mi palabra de visitarlo con alguno de mis textos. Fraternalmente se
alejó de los numerosos invitados y se dispuso a leer a saltos mi libro,
mientras Ignacio y yo permanecíamos expectantes. Al fondo se escuchaban algunos
temas de Serrat. Minutos después lo vimos levantarse con el propósito de hacer
una llamada y pronto regresó a la sala informándonos que lamentablemente debía
marcharse, que se le había presentado un imprevisto doméstico. Los escoltas
salieron de la cocina y lo rodearon. Pizarro al despedirse de mí recitó un
verso del “Legado del fuego”, el extenso poema con el cual culmino mi libro:
“Aquí la muerte es más sutil: la víctima no tiene a quién aparecérsele”. Después
poniéndose el sombrero se despidió afectuosamente de todos. Las mujeres
intentaron disuadirlo sin éxito. Entonces lo vi partir para siempre…
Veinticinco años después todavía me estremece pensar que haya vislumbrado en
ese verso alguna premonición.
El tiempo como una
salamandra se muerde la cola... La memoria regresa al Patio de La Picota, donde
al promediar las dos de la tarde y luego de comer una empanada de un amarillo
irreal, y cuando me disponía a beber con Erazo el noveno café dulce, viendo como
los presos hablaban animadamente con sus visitantes, decidí preguntarle al
guerrillero valluno por el destino de la espada de Bolívar, que había raptado
el Eme como acto fundacional en enero de 1974.
Él se transformó,
perdió su constante sonrisa y me dijo que era el enigma mejor guardado y se
negó rotundamente a dar explicaciones; probablemente desconocía su paradero
pues el Eme escindía toda información importante fiel a su logística
militar.
Esa emblemática arma
que levantó Bolívar en el Monte Sacro en Roma cuando afirmó que no la
envainaría hasta no ver liberados a los pueblos oprimidos de América, seguía su
periplo misterioso. “Bolívar no ha muerto. Su espada rompe las telarañas del
museo y se lanza a los combates del presente”, decía el comunicado dejado por
el Eme en la añosa Quinta el día de su espectacular robo. Sin embargo aunque
Erazo no respondió mi cuestionamiento, años más tarde supe por Nelson Osorio
Marín (autor de tres libros y de la letra de la canción “Ricardo Semillas”
cantada por Ana y Jaime), al final de una noche interminable vivida en un bar
de la calle 59, que llamábamos el Hueco y dónde no era posible saber si era de
día debido a que todos los vidrios habían sido pintados de negro, que la mítica
espada estuvo oculta primero en la casa del poeta León de Greiff –adherida al
respaldo de la mesa del comedor–, y que luego la custodió por varios meses Luis
Vidales el autor de Suenen timbres; por lo que recordé las palabras de
Pizarro cuando me confió que el Eme contó con la solidaridad de algunos
reconocidos poetas; y esta vez la fuente era fiable a pesar del delirio que
atizaba ese lugar donde la salsa era una religión, pues cuando Pizarro desertó
de las FARC en 1973 se había refugiado en la casa de Nelson Osorio.
Posteriormente supe que
la famosa espada, verdadero Santo Grial de la Revolución latinoamericana, que
numerosas y febriles personas juraban haber guardado en sitios recónditos de
sus viviendas, estuvo oculta en una suntuosa casa del barrio Santa Bárbara y
que luego la cuidó un artista prestigioso cuyo nombre nunca ha sido revelado, y
que también permaneció varios años en Cuba y después en Panamá durante la
invasión de Estados Unidos a ese país, hasta que al fin, seguramente por
mediación de García Márquez, fue devuelta en enero de 1991 como parte del
compromiso del Eme al firmar su proceso de paz. Es memorable la divertida frase
de Otty Patiño, cuando al verificar los preparativos para su tan esperada
devolución al gobierno le preguntó a la directora de la Quinta de Bolívar: “¿Señora, y este lugar le parece lo suficientemente
seguro como para guardar la espada?”
Es fundamental
agregar al respecto que después de la ceremonia de entrega, por orden del
presidente Gaviria la simbólica arma fue llevada a una bóveda del Banco de la
República, y fue así como esta metáfora de la independencia de América,
permanece aún envainada y cautiva en una caja fuerte del organismo estatal,
mientras en la Quinta de Bolívar, solo se expone para los visitantes una copia,
un simulacro, como nuestra libertad.
Cierro los ojos y
recuerdo a Erazo hablando sin parar en el Patio No. 1, mencionando las
estrategias urbanas y las dificultades que tenía una guerrilla de esas
características, que la hacía muy vulnerable. Lo escucho en mi memoria
enumerando los golpes a los camiones que transportaban leche y a los
supermercados cuyos artículos luego eran repartidos a los pobres, como lo había
enseñado Robin Hood, y lo evoco citando los más destacados robos a bancos,
donde quedaban expuestos en la geometría urbana, siendo para ellos muy difícil
evadirse. Su explicación era categórica y noté, allá en 1980, que la exuberante
topografía colombiana era más confiable y que el grupo dejaría por completo las
ciudades.
Entonces se oyó el
poema “Liberté” de Paul Eluard, en la hermosa versión de Nacha Guevara, que
alguien puso en una estropeada grabadora de pilas, y luego de que muchos
cantaron: “Por el pájaro enjaulado / por el pez en la pecera / por mi amigo que
está preso porque a dicho lo que piensa / yo te nombro libertad…” escuchamos
una invitación a presenciar el discurso semanal, que le correspondía esta vez,
para mi suerte, al famoso ideólogo del Eme: Álvaro Fayad.
Numerosos
guerrilleros y la mayoría de los visitantes que nos encontrábamos allí nos
reunimos en círculo. Aproximadamente doscientas personas vimos como ese hombre
delgado de bigote en forma de herradura, subido en una tarima improvisada,
magnetizaba con palabras y ademanes enérgicos, haciendo que los presentes
exclamaran celebrando sus juegos retóricos y el potencial político de su
discurso. Al cabo de media hora, cuando Fayad se disponía a terminar, pensé a
mis 17 años, motivado por su disertación, que la revolución era inevitable, y
más que eso, que con algo de entereza la podríamos hacer la semana siguiente.
Aplaudimos enardecidos. Para terminar Fayad habló de los Documentos para la
Nueva Colombia, y citó algunos fragmentos de ese texto, que me parece ahora
como las páginas extraviadas de la Anglo-American Cyclopaedia, que según
Borges refieren la existencia de Uqbar.
Cuando Fayad finalizó
su intervención me acerqué con otras personas a saludarlo y hablamos por
algunos segundos. Entonces me dijo con la pasión que regía su existencia:
“Compañero, un estratega debe saber que el horizonte se mueve. Es importante
improvisar como en el baile”.
Difícil olvidar
aquella sentencia del “Turco”, más cuando según e investigado era un pésimo
bailarín y especialmente cuando ya hemos presenciado el hundimiento de nuestro
horizonte, que ahora parece quedar abajo.
Todo estaba llegando
a su fin. Me reuní con Liliana y Juan Guillermo, y despidiéndome de Erazo,
comenzamos a desandar el camino. Esta vez me deslicé con precaución por la
pared opuesta para evitar que al paso por la puerta de alguno de los patios
fuese agredido por las manos que salían sorpresivamente entre los barrotes. En
mi otro brazo recibí uno a uno los sellos de salida, y ya al final, cuando
abandonamos el bloque central y mientras caminábamos por un sendero rodeado de
césped, escuchamos unos aullidos provenientes del tercer piso. Allí treinta
mujeres gritaban ondeando sus manos y dejando ver sus perfiles distantes.
Evoqué el sombrío itinerario de Dante por el infierno. Una de ellas había
distinguido a Liliana y quería enviar un mensaje a su familia que la daba por
desaparecida. Ella con su solidaridad característica escribió en su mano el
número telefónico. Luego otra mujer gritó su propio nombre y la razón que
deberíamos transmitir. Posteriormente otra y una más lanzaron sus mensajes al
viento. Liliana subiéndose la bota de su pantalón comenzó a escribirlos en su
pierna convirtiéndose en una misiva corporal. Y cuando a causa del alboroto los
guardianes se fueron acercando denotando agresividad nos despedimos a gritos,
no sin antes ver por última vez esa selva de brazos y de cabelleras que flotaba
por entre las rejas diciéndonos adiós. Ellas estaban retenidas allí, en esa
cárcel de hombres, transitoriamente, debido al Consejo de Guerra que se
adelantaba contra el Movimiento Guerrillero.
Tomamos la Avenida Caracas
en sentido contrario. Llegando al centro de la ciudad Liliana sugirió que
cambiáramos de bus pues podíamos estar siendo seguidos. Repetimos la pueril
estrategia en dos ocasiones. Yo veía la ciudad distinta y creería por algunas
horas todavía que en breve tiempo una rebelión se desataría, capaz de reducir
la injusticia y oprobio. Pero no fue así.
Pasaron siete años de
mi visita a la prisión y en 1987 Jaime Pardo Leal, lúcido candidato de la Unión
Patriótica, fue asesinado, como parte del holocausto contra ese movimiento
político de izquierda que según la exhaustiva investigación de Roberto Romero,
recogida en Expedientes contra el olvido, asciende a la cifra de 1.600
víctimas. Ante el rechazo general por el magnicidio un río enardecido de
personas marchó esta vez por la Calle 26 hacia el Cementerio Central donde se
realizarían sus funerales. Allí, mientras se sucedían los discursos observamos
cómo cuatro integrantes de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, que
pretendía aunar todos los grupos alzados en Colombia, alianza inspirada por el
Eme, se subieron encapuchados a los mausoleos próximos a la tumba del dirigente
sacrificado y mientras dos de ellos lanzaban panfletos e izaban su bandera, los
otros dispararon al aire una ráfaga de metralleta. Quienes estábamos cerca
corrimos atemorizados pues imaginamos que llegaría el ejército y podría
producirse una masacre, pero pronto regresamos aplaudiendo. Nada ocurrió porque
el poder de la indignación esa tarde era contundente, pero es increíble pensar
que eso pudiera suceder en pleno centro de la capital de Colombia hace
relativamente pocos años.
Durante tres lustros
continuó el genocidio de la Unión Patriótica, y en reducido tiempo abatieron a
casi todos los dirigentes del Eme, por lo que es oportuno recordar uno de los
mensajes publicados repetidas veces en los periódicos a comienzos de la década
del setenta, cuando el Movimiento fue fundado: “¿Perdió la memoria? Ya viene M
19”.
Pero han pasado
algunas décadas y como todos sabemos ya nadie viene... Y ahora que la memoria
ha sido por completo calcinada, es legítimo mencionar a manera de epílogo algo
relativo al destino de los obsesivos soñadores, de mis dos lazarillos de ese
distante día en La Picota: Liliana, a quien siempre recuerdo por su agudeza
intelectual y su voz profunda, sería detenida durante un año luego de una
absurda celebración de la emisora libertaria Macondo en la falda de Monserrate
–pues “la revolución debía ser una fiesta”–; poco después se refugió en Bélgica
donde actualmente reside. En cuanto a Juan Guillermo, quien una noche me
confesara a ritmo de ron que fue torturado por una perversa teniente –episodio
que interpreto en mi novela Ritual de títeres–, murió masacrado al
pretender raptar en compañía de los integrantes de su célula, a un comandante
del Eme de un hospital de Bogotá, en un auto con problemas mecánicos, lo que
describe la ingenuidad que muchas veces definió a este grupo.
Ángel Loochkartt: “El
juego de la traición”, tributo a Ritual de Títeres
No es necesario
agregar más palabras… “Para que la muerte sea justa la vida tiene que ser
justa”, había dicho el poeta Nazim Hikmet. Por consiguiente ofrendo lo anterior
a una generación de mujeres y hombres que vivieron un sueño para muchos
errático, en un tiempo en el cual el individualismo no era un sacramento, en el
que la indiferencia no era dogma, cuando el mundo no estaba estandarizado y las
ideologías no se habían derrumbado dejando un infranqueable desierto
imaginario.
Lo ofrezco a un
colectivo humano que merece ser vindicado, que vivió y luchó en un tiempo de
utopías, cuando las guerrillas no eran empresas sino causas, cuando aún no nos
habíamos convertido en los fantasmas virtuales que hoy poblamos la Tierra,
cuando los artistas creaban obras y no mercancías que obedecen a tendencias
globales, es decir cuando algunos seres todavía podían de manera desinteresada
–o mejor: generosa– dar la vida por otros.
También lo ofrezco a
ellos, los protagonistas, que hoy permanecen exilados en diversas latitudes o
condenados al olvido, a quienes es muy fácil vilipendiar ahora gozando del
privilegio inhumano de la mirada retrospectiva, por lo que se hace legítimo
aclarar que cuando esos eventos ocurrían impulsados por secretos latidos nada
era previsible y las decisiones poseían referentes quizá lógicos y con
frecuencia mágicos. Pues sé que aunque sus acciones fueron muchas veces
trágicas, y en ocasiones insensatas e inútiles, a mí, vigía nostálgico de ese
tiempo convulso –quien nunca militó en grupos políticos aunque mi inclinación
por el anarquismo aún no ha sido reducida–, sólo me queda como refugio, después
de tantos arrasamientos físicos y simbólicos padecidos, la luminosa frase del
poeta Hernando Socarrás pronunciada en alguno de los numerosos funerales de aquella
época de gran intensidad existencial: “Tomamos el camino equivocado, pero ese
era”.
Tal vez entonces sea
urgente volver a soñar. ¡Lo que viene pertenece a la vida!
Tres poemas inéditos de Alfredo Fressia
Alfredo Fressia nació en Montevideo (Uruguay) en 1948. Profesor de
Literatura, se desempeña también como periodista cultural. Es traductor de
poesía brasileña al español. Es autor de: Un esqueleto azul y otra agonía, 1973;
Clave final, 1982; Noticias extranjeras,1984; Destino: Rua
Aurora (Brasil, 1986 y 2012, en Uruguay, 1997, en México, 2012); Cuarenta
poemas, 1989; Frontera móvil, 1997; El futuro/O futuro,
Lisboa (Portugal), 1998, y Brasil, 2012; Veloz eternidad,1999; Eclipse, 2003,
reeditado por Alforja-Conaculta en México , 2006; Senryu o El árbol de las
sílabas, 2008; Ciudad de papel, 2009; El memorial de hombres que
me amaron, México, 2012; Poeta en el Edén, 2012, en México (La Cabra
Ediciones) y en Uruguay (Civiles iletrados).
POETA
En tierra árida
habrá un tronco enterrado.
Será el poeta.
Poeta en ruta.
¿Quién persigue y qué huye?
Verso horizonte
Brotes hinchados.
El poeta no crece
en tierra fértil.
ÚLTIMO VIAJE
Soy el dueño de los presentimientos, ausculté
al borde de mi almohada,
los contaba como ecos que volvían del abismo
hechos poema.
al borde de mi almohada,
los contaba como ecos que volvían del abismo
hechos poema.
Y me acerqué al pozo.
La aventura del verbo había ido lejos.
Lo que quedó por decir latía en penumbra
para mejor adivinar todo lo dicho, mar infinito
donde navega el viscoso animal en mi poema.
Lo que quedó por decir latía en penumbra
para mejor adivinar todo lo dicho, mar infinito
donde navega el viscoso animal en mi poema.
Entonces vi el coral arcaico
sobre el que deslizaba la medusa.
Aprendí a ser la anémona y la quemadura,
yo vivo entre lo dicho y lo que silencié.
sobre el que deslizaba la medusa.
Aprendí a ser la anémona y la quemadura,
yo vivo entre lo dicho y lo que silencié.
Y mis preguntas caen como piedras.
IMAGEN DIGITAL
A Jean-Francis Aymonier, In Memoriam
En la última foto
beso tu cabeza, enorme
como la de un elefante
(hoy tu cabeza ya no existe más).
Estamos en la soledad de una sabana
(tampoco era el París de nuestra juventud)
Los dos sonreímos, incluso con los ojos.
Mi mentón está pegado a tu cráneo
y tu boca se cierra para respirar
por la traqueotomía.
Ya no esperamos nada, bramamos en el flash,
espléndidos como el orgullo
al borde del abismo.
(Mi boca mortal sigue deslizando
sobre la piel de tu cráneo)
El amor era un arte hecho de polvo y huesos
como nuestras tallas trabajadas en marfil.
Y hoy me resta este poema narrativo
(que apunta la escopeta a los recuerdos
y no acorta mi espera).
CARTAS DE
LOS LECTORES
PREMIO
NACIONAL DE POESÍA 2015, MINISTERIO DE CULTURA. Felicito a Nelson Romero por haber obtenido
ese botín de 60 millones otorgado por el Ministerio de Cultura. Me parece
significativo que al fin premien a un "poeta conceptual" pues estamos
en la post-modernidad y en Colombia según lo que se escribe en todas las
regiones todavía no hemos llegado. Me agradan sus libros sobre Van Gogh, Goya y
Munch (con el que acaba de ganar el Casa de las Américas), donde el lector como
en todas obra conceptual debe buscar los cuadros a los que se refiere el
escritor para completar los poemas. Buen ejercicio. Arte que viene del arte y
no de la vida, lo que es meritorio. Noto en él una inmensa influencia de
Fernando Denis que me gusta, y una contundente influencia de Roca, lo que lo
hace muy llamativo. Luis
Ramírez, profesor
Universidad Distrital
* * *
LA MENTIRA DE LA LITERATURA. Excelente la columna de Gabriel
Arturo Castro donde asegura que la literatura es generada por la mentira pero
nunca por la falsedad. Sin lugar a dudas la mentira es una forma de la
imaginación. Lucas
Ardila.
* * *
OLONJO. Hola, el regreso de los
zombies vivo. Muy bueno Olonjo, estremecedor de origen. Los dos poemas de
Eugenia me dieron en la aorta de los pies, en cansancio de la danza. Unos ríen y
otros lloran, la endemoniada demostración de la tesis. Para comenzar. Abrazos de los cuchillos de Venecia. Gajaka
* * *
CONTRA
EL REALISMO SUCIO. Inquietante, enigmático, el cuento de G. Jaramillo Rojas
publicado la semana anterior. Al fin un texto que no es “Realismo Sucio”, moda
que se ha convertido en la nueva pesadilla literaria de Colombia, cuando hace
más de 50 años ya lo escribían los gringos (Kerouack) y hace 70 los franceses
(Céline). ¡Más atrasados para dónde! Fabián Morales Santoyo
* * *
Obra de
Fernando Maldonado: “La Venus de la pantalla”
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