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LA CONDICIÓN URUGUAYA
Noventa gramos de mortadela
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Hace un par de días, cuando a
pedido de un amigo entré a la Biblioteca Nacional,
volvió a asaltarme la imagen de cierto literato, varón de talento, del que
aprendí todo lo que me fue posible cuando empecé a dedicarme a las letras.
Contemplando las publicaciones que proclaman con desparpajo las vitrinas de
la institución, su nombre —que no diré
aquí, porque no es relevante para esta columna— me sonó casi balsámico, como balsámico me resultó
su trato cuando lo conocí.
Licenciado sin trabajo fijo, se encontraba por
entonces entre las listas de docentes universitarios destituidos durante la
dictadura uruguaya, y empecé a tratarlo casi con desesperación, allá por los
días en que comenzaba formalmente el estudio de letras, sobrellevando
semestres en una intervenida Facultad de Humanidades inficionada de docentes
improvisados, cuando no ridículos. Aprendí bastante con él, precisamente
porque, a diferencia de la mayoría de los profesores, de entonces y de
ahora, entendía el oficio; sabía distinguir la virtud del ripio, los
repliegues de la forma, en fin, tenía todo para entender el arte y debió, tal
vez en otro mundo, o al menos de haber nacido en otro país, haber sido
artista.
No lo fue. Por las últimas veces que lo vi, en los
períodos en que recalaba yo en Montevideo mientras estudiaba en Chicago,
solía repasarse a sí mismo y sentenciar que no había tenido una vida “literaria”
pero si profesoral. En otro lado quedaba su “obra”, que no fue ningún libro
de investigación, porque no investigaba, sino algunos poemarios en los que,
todavía hoy, se advierte menos el resplandor del verso que la cautela de
quien advierte dónde debe evitar equivocarse. Esto es poco, se dirá, ni bien
se recuerde que era individuo capaz de incentivar vocaciones, a partir de su
discurso, uno concienzudo, que era un cocoliche o mezcladora de frases de
críticos a los que no citaba y frases célebres que atribuía con incansable
error. Tenía un estilo de impartir clases que impactaba al comienzo pero se
debilitaba a medida que sus estudiantes crecían y así, ni bien iba uno
evolucionado, descubría cada vez más las averías de sus arengas, al menos
desde el punto de vista académico, si bien eso no le restaba brillo. Alguien,
que lo tuvo de docente en tiempos muy posteriores a los de mi trato con él,
decía que lo que daba ese profesor eran “clases de actitud”.
Ahí, si se quiere, el epifenómeno o, más bien, la
histeria del Licenciado: sus clases, lo mismo que su infrecuente escritura,
eran más bien un síntoma, la amenaza de aquello que, fatalmente, nunca habría
de ser. Devoto de los malditos, en particular de los simbolistas franceses,
entonaba frecuentes trenos a la incomprensión, repitiendo al Nietzsche
resignado a ser mucho mejor que sus contemporáneos. Pero si entonces se le
preguntaba por qué, por ejemplo, no emigrar a Estados Unidos (donde alguna
vez fue profesor visitante), respondía automático que allá había demasiados
buenos profesores y que él, toda la vida, prefería ser “cabeza de ratón y
nunca cola de león”. Por otra parte, la gloria se le solapaba con el
logro económico y el ascenso social, por lo que se jactaba de dar clases a
ricachonas de Carrasco que le habían permitido mudarse al barrio de los
Pocitos, a un apartamento que, con cierto esmero camp, había
enmoquetado de un verde irascible en el que, en un balconcito, también
enmoquetado, apacentaba una blanquísima réplica, tamaño bonsái, de la Venus
de Milo. Aquel verdeante alfombrado que sus pantuflas frotaban fruitivas, o
la cátedra a la que la democracia lo repuso, seguían siendo sus pasiones, una
heráldica con lo suyo de trágico si se considera que, para acceder a eso,
había renunciado al verdadero talento.
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Desde su cátedra, casi está
de más decir, a la que se abrazó tanguero como a un rencor, se dedicaba más
que nada a detestar a sus colegas (algo muy frecuente, al menos entonces, en
la Facultad de Humanidades) y, sobre todo, a evitar que la “gilada”, como
solía decir, se avivase, por lo que entorpecía el camino de cualquiera con
talento que pudiera crecerle cerca. El resultado último de todo ese
itinerario es que nadie de valor específico, al menos hasta donde me conste,
ha podido reclamarse como su alumno. Si el profesor, como entendía él mismo,
le había comido el poeta, es porque el profesor, encandilado por
el malditismo, había confundido el mal con la ruindad, reduciendo
el deber del artista a un birlibirloque de almacenero que, en vez de cien,
nos está vendiendo, una vez tras otra, noventa gramos de mortadela.
No se trata, por supuesto, del mero cumplimiento del
adagio de aquel al cual, según el decir rioplatense, siempre “le faltó un
vintén para llegar al peso”, ya que esto se traduce, con llaneza, por no dar
la talla. Todo lo contrario, se trata de una sesuda economía, de una
inversión de Shylock: si el mercader de Venecia, héroe de comedia oscura, a
través del cual todo el gravamen de una ley se hace presente, está
obsesionado con arrancar lo que entiende se le adeuda - una libra de carne
humana -, aquí estamos frente a una pasión más bien molieresca, de engrupir
hasta el fin, una usura cuya víctima final fue, sencillamente, su
oficiante, quien de forma inmisericorde derrochó su talento al servicio
incondicional del timo.
Que en él estaba el reverso de Shylock no se le
escapaba. En lo suyo, tenía la íntima entereza, que jamás haría pública, de
saberse, á la Salieri, capaz de reconocer -y en su momento
negar- lo bueno pero incapaz de dar el salto que lo llevara a producirlo. La
última vez que conversé con él, dijo esto: “Yo, como el judío del gueto.
Salgo de casa a la tarde. Saludo sacándome el bombín, adiós señora,
adiós señor. Llego al bar de la esquina y me pido una pizza con mozzarella.
Me dan la pizza pero no me la como. Me la envuelvo en una servilleta, me la
meto en un bolsillo y emprendo el regreso a casa, adiós señora, adiós señor.
Llego a casa, saco la servilleta del bolsillo y me como la pizza con
mozzarella. Fría pero mía". (leer
más)
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