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Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo Osorio, Iván
Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIAL: Fabio
Jurado Valencia, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Óscar Collazos,
José Chalarca, Marcos Fabián Herrera, Maldoror, Sergio Trujillo Béjar, Fabio
Martínez, Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante
Zamudio. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio
Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Marco Antonio Campos,
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este mensaje a Con–Fabulación
con el asunto “Retiro”
Políptico
de la Violencia
De
Ángel Loochkartt
Con-Fabulación
publica aquí el primero de los cuatro óleos que componen esta obra maestra del
artista Ángel Loochkartt (Barranquilla, 1933) sobre el atroz drama del
desplazamiento en Colombia, titulada: “Políptico de la violencia - homenaje
a La morada fugitiva”.
Con los rostros casi borrados –despojados de su
identidad–, los siniestros victimarios esgrimen sus fusiles en una danza
macabra, extraordinaria composición pictórica que testimonia la herida de un
país que intenta ahora reinventar su extraviada memoria, porque no es
conveniente olvidar que en este territorio según cifras conocidas
internacionalmente, han sido desplazados 4.5 millones de personas durante los
últimos treinta años; insistimos “desplazados”, no “migrantes”, como los
denomina patéticamente uno de los más siniestros políticos de la ultraderecha
colombiana.
Con-Fabulación agradece al artista por ceder esta
perturbadora pintura realizada durante 2014, que amplía –para los numerosos
seguidores de este gigante del expresionismo latinoamericano– el imaginario que
iniciáramos hace un par de años cuando rescatamos sus dibujos relativos al tema
de la violencia, pintados a comienzos de la década del setenta.
“Cuando el arte está hecho por sonámbulos la verdadera
obra es el primer rayo del amanecer” (Loochkartt).
Rimbaud promete que será bueno (y vidente)
Por Carlos
Skliar*
Al hombre que juzga severamente la soledad no le ayuda y su pensamiento
no pasa de ser una estúpida doctrina, una ficción moral de la identidad. Leemos
en Imre Kertész una frase esencial, una frase reescrita a partir de la
escritura de Rimbaud: “Yo: una ficción de la que a lo sumo somos coautores”.
La frase de Rimbaud tiene su historia, como la tiene cada voz que se
repite sin cesar y perfora la rigidez del tiempo. Entonces: un día de mayo de
1871 Rimbaud escribe una carta desde Charleville a George Izambard, su antiguo
profesor, una carta hiriente para confirmar que el discípulo se apartaría sin
remedio del maestro, que le soltaría su mano, que ya no deseaba escucharle ni
seguirle, ni mucho menos obedecerlo.
El tono de la carta no es apenas quejoso, herrumbroso, hay algo más, hay
una voz sola, sola y en rebelión que transforma la herida en ironía, la huella
en lodazal, la herencia en abandono, el pasaje de una palabra-alarido a una
palabra-blasfemia.
Rimbaud siente que está en el buen camino, pero en un camino
completamente distinto al de su maestro: en vez de formar fila en la buena
sociedad, en vez de deberse a la sociedad, el joven poeta comienza a
desarraigarse de todo sendero, de toda hilera, de toda compasión.
Por entonces Rimbaud se sostiene en el cinismo, inventando estupideces a
cambio de unas pocas copas de vino, y su voz áspera, su voz embebida, no le
deja margen para otra cosa más que la acidez de la verdad: acusa a su maestro
de entronarse, de acodarse en el pesebre universitario –donde se sentirá
satisfecho por no hacer nada de nada- y vomita su furia obre la poesía
subjetiva, la poesía sosa, la poesía del yo entendida como el rey de
todos los reinos, como absoluta déspota y monarca de la palabra.
Allí mismo, en ese mes, en ese año, en ese sitio en el que escribe,
mientras se confiesa en una permanente huelga, se están muriendo centenares de
trabajadores. Y Rimbaud escribe.
Escribe que para ser poeta deberá uno esforzarse por convertirse en
vidente; escribe que su única intención es llegar a lo desconocido aunque nadie
lo comprenda y aunque él no pueda jamás explicarlo; escribe que para tocar lo
desconocido es necesario el desarreglo de los sentidos.
Sí, la soledad como el desarreglo de los sentidos.
Ya no se trata de mirar: hay que romper la fisonomía del espacio; no es
cuestión de escuchar: hay que disputarle el sentido al sonido; ni siquiera es
cuestión de tocar, de acariciar o rozar: hay que pulverizarse las
manos.
Sólo y a solas en el desarreglo, Rimbaud escribe aquellas frases que aún
nos piensan y pensamos, que aún nos hacen zozobrar y nos quitan el poco suelo;
unas de esas frases que agujerean el tiempo de la vida, del mundo, de la
lectura y de la escritura, y que se resisten al paso del tiempo.
Una: que es mentira cuando decimos yo pienso, y que en cambio
deberíamos decir: alguien me piensa.
Dos: que el yo es otro diferente, nunca igual a su pensamiento,
nunca igual a sí mismo, imposible como yo.
La soledad: un yo perdido entre las ruinas y los cielos de su
posible e imposible diferencia. La soledad: alguien, algo nos piensa.
Como en la escritura de Roberto Juarroz -esa poesía vertical, que cae
sin más hacia el final, donde ya no hay palabras sino un abismo incontrolable
de silencio que parece disecar la piel hasta convertirla en una pregunta
invertida hacia uno mismo-; una escritura de la existencia cuestionada,
interrogada, sola: la soledad que piensa que nadie en el universo piensa en
uno: “Nadie en el universo piensa en mí”.
Sólo uno se piensa. Y si ahora ese uno muriese uno nadie en el mundo lo
pensaría. Porque pensarse a uno mismo no basta, no es suficiente. Tal vez si se
pensara en otro hombre, en cualquiera, quizá, uno y otro, o ambos, el que
piensa y el que es pensado, podrían salvarse.
¿Salvarse de qué, de quién?
Salvarse no ya de la soledad, sino de no ser nunca pensados.
Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960). Investigador de la Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales y del Consejo Nacional de
Investigaciones de Argentina, ha escrito libros de ensayos, poemas y
micro-relatos. Entre sus últimas obras se encuentran: “Voz apenas” (Buenos
Airse, Ediciones del Dock, 2011), “No tienen prisa las palabras” (Barcelona,
Candaya, 2012) y “Hablar con desconocidos” (Barcelona, Candaya, 2014).
Poema
de Fabio Jurado Valencia
SEIS DE ENERO
A
Katherin
Es seis de enero,
No puedo jugar.
El cielo está azul.
Es imposible configurar
las cosas.
No se puede asir la imagen
para moverla
porque nada hay,
solo el azul del cielo.
Para mover
y fundar las formas
los árboles se espigan,
quieren elevarse.
Un viento
desde el fondo de la tierra
empuja, empuja…
Es lo único
que la imaginación produce
aquí, ahora
con el sol abierto de enero:
los árboles elevándose.
Son los árboles
los que se reflejan
en el cielo
y dan forma a las nubes,
entonces los árboles
se mueven, se elevan
y configuran las cosas,
porque las miro
e integro sus partes.
Pero es solo la ilusión.
No hay nubes.
Solo el cielo azul, muy azul.
Es enero seis en Bogotá en 2015.
La intervención
del espejo
CUENTO
Por Alejandro
Ovalles Bonilla
Alejandro Ovalles
Bonilla (San José del Guaviare, Colombia, 1980)
es Licenciado en Letras Modernas por la Universidad Tecnológica de Santiago
(República Dominicana) y Magíster en Literatura Hispanoamericana del Instituto
Caro y Cuervo (Bogotá). Es autor de los libros Abrapalabra (Educar,
2010), Innovación lectora (Pearson, 2011) y El sueño de Alicia
(Colección Los Conjurados, 2011). Actualmente es profesor de la Facultad de
Comunicación y Lenguaje de la Pontificia Universidad Javeriana.
No tiene mucho sentido contar la historia de Max. La suya es una
historia acababa. Él está muerto. Sin importar cómo rescate la memoria de los
acontecimientos recién pasados ni cómo los presente, al menos todos los
acontecimientos relacionados con su muerte, será imposible suavizar el
fatalismo de una historia con un destino concluido. Podría haber dejado la
muerte para el final, o haber avanzado hasta los días felices antes de la
muerte, pero no hubiera sido honesto con él.
No quiero que esta historia se lea como un relato de ficción, de hecho
no lo es, es más bien un testimonio. Es terrible la palabra testimonio, en este
país suena a víctimas y a reparaciones. Estuve a su lado desde que empezó a
presenciar las imágenes, lo acompañé en su desesperación inicial y en la
plenitud que sobrevino a la angustia. Así las cosas no puedo jugar con la
presentación de los hechos, sembrar datos aislados, ocultar información; aquí
no puedo suponer que desconocía la muerte de un sujeto inventado por mí mismo
para hacer más amable el relato, o para sorprender al lector con la noticia de
su muerte en el momento más feliz de su vida.
Pienso que este arranque de honestidad podría desembocar en una historia
cínica que niega toda posibilidad de ser feliz. Max era joven y su muerte fue
lenta, desgarradora y convulsa. Definitivamente podría evitar avanzar hasta su
muerte y falsear el final, permitir el acceso que él estaba seguro de alcanzar;
podría, de algún modo, recobrarlo para la vida, no para ésta sino para aquélla
que intentaba alcanzar cuando murió.
El hecho de haber podido cruzar al otro lado del espejo, sin necesidad
de cargar con su cuerpo, es coherente con todo lo que me decía, pero yo no
comprendo la existencia sin el cuerpo. Él sí. Me decía que el cuerpo era
precisamente lo que más nos exponía como objetos existentes, lo que más nos
alejaba de ser, en sí, para uno mismo al margen del cuerpo. «¿Y el cuerpo
propio no es uno mismo?», le preguntaba con toda mi ingenuidad de electricista,
así él llamaba mi oficio.
Max solía reír mucho en nuestras conversaciones. Toda su filosofía de la
liberación y su formación teológica de jesuita era aterrizada en términos de mi
saber electromecánico. Si algo comprendo de metafísica y sobre existencialismo
(únicos temas que llegaron a interesarme medianamente), se lo debo a él. Que a
mí me interesaran pocos asuntos de los que él sabía, a él lo tenía sin cuidado,
de todos modos me lanzaba sus discursos elevados sobre «cuanto no vemos pero
es», como él decía. Confieso que algunas veces me conmovía su convicción, la certeza
que tenía sobre ciertas cosas, pero sobre todo su capacidad para explicárselas
a un ingeniero de mentalidad estrecha como la mía, a un electricista.
En cambio a él sí le interesaban mis asuntos, sobre todo aquellas
habilidades de utilidad aplicable, de pragmatismo evidente. «Se le salió el
jesuita», le decía siempre que quería saber cómo hacer algo. En su ética
personal cabía la posibilidad de robar señal de televisión por cable. Estaba
cansado de no poder ver los partidos de la Liga que se transmitían por
televisión cerrada. En los años jóvenes de aspirante a teólogo en Madrid
aprendió a querer al Real. Ahora, graduado y después de renunciar al
ordenamiento sacerdotal, dedicado al ejercicio laico de la promoción de la
sabiduría (no del saber), que para él era más importante que el de la fe,
porque a ella era imposible llegar sin sabiduría, se había instalado en un
apartamento pequeño que disimulaba bien el lujo del mobiliario.
No perdía oportunidad para reprocharle socarronamente su gusto por la
buena vida, la comodidad, la mesa espléndida…, además de cierta vanidad
contenida. Pero la renuncia al sacerdocio no tenía nada que ver con su
incapacidad para vivir parcamente en un seminario o en un claustro
universitario, tenía que ver con contradicciones categóricas e insalvables
entre su pensamiento libre y la fe católica. A pesar de todas las imposiciones
ortodoxas que históricamente la Compañía de Jesús había demolido, había dogmas
que no estaban en discusión, y que ni siquiera esta congregación (tildada de libertina
infinidad de veces) estaba en capacidad de cuestionar aunque tuviera todos los
argumentos necesarios para hacerlo.
Lo que la mayoría de seminaristas decide en un año, ser o no ser
sacerdote, a Max le tomó tres. Fueron tres años intensos, catastróficos
espiritualmente, en los que varios amigos de la Compañía tuvieron que
intervenir para conseguir este tiempo de espera. Lo peor del asunto fue la
decisión final: no se ordenaría como sacerdote. En todas las conversaciones
anuales con sus mentores, siempre lo vieron más de su lado que del lado del
mundo. Cuando murió, hacía apenas tres meses que se había vencido el tercer
año. Llevaba tres años y tres meses de haber regresado de Madrid. Todo este
tiempo estuvo trabajando para la universidad de la Compañía. La herencia de su
madre, que se mantuvo tres años en vilo (no se sabía si le pertenecía a él o a
los jesuitas), le alcanzó justo para comprar y amoblar el apartamento.
Iba a cumplir veintiséis años. Murió el primero de abril. Cumplía el
once. Conocí a Max en enero. Yo era el ingeniero a cargo, entre otras cosas, de
la sincronización de los ascensores del edificio en el que compró su
apartamento. La amistad, breve e intensa, fue decisiva en la vida de cada uno.
Por una especie de comunión de espíritus pudimos abreviar todo el protocolo de
las amistades nuevas, y desde el primer día nuestra comunicación fue esencial,
sin accidentes, sin rodeos.
Nos conocimos en el lobby del edificio, ahí estaba la tarjeta madre de
los ascensores. Él había bajado a preguntar por qué el citófono no funcionaba y
por qué no le llegaba agua caliente. Sólo había vigilantes en el lobby y nadie
de mantenimiento estaba disponible para ayudarle. La administradora acababa de
irse. Le expliqué el sistema de caldera central que bombeaba el agua caliente a
las tres torres. Luego fuimos a revisar el panel principal de telefonía, que
integraba el de comunicación interna del edificio. El cabezal del cable que
conectaba el citófono de su apartamento estaba mal fijado. Corregí el desajuste
y le dije que ya estaba, que para lo del agua caliente sí tenía que esperar a
los de mantenimiento o a la administradora para reportarle el daño.
Me pidió que lo acompañara al apartamento para verificar que el problema
estuviera resuelto. El apartamento era bellísimo, muy iluminado, apenas con los
muebles y objetos necesarios, todo en su lugar. No se sentía como un
apartamento pequeño. Le dije que me gustaba, me distraje un momento. Pensaba
que había entrado a varios apartamentos del edificio, pero no me había fijado
en ninguno. El diseño del edificio era de un amigo mío y lo había visitado (al
edificio) desde hacía tres años cuando comenzó a construirse. Había asesorado,
como contratista de la constructora de mi amigo, todo el diseño de redes.
Casualmente ahora la empresa para la que yo trabajaba me asignaba la
calibración de los ascensores de este sitio. Noté mi distracción y sacudí la
cabeza: «¿Dónde están las llaves de registro del agua?», le pregunté. «En el
pasillo», sonrió Max, consciente de que acababa de aterrizar. Revisamos las
llaves, la del agua caliente estaba cerrada. Regresamos al apartamento,
efectivamente ya había agua caliente.
Desde entonces nos vimos todos los días. Para Max seguramente sería
doloroso saber que nuestra amistad estuvo marcada, al principio y al final, por
acontecimientos banales, cotidianos, rutinarios y completamente alejados de sus
intereses más queridos. Las imágenes empezaron a aparecer después de otro
asunto corriente, por los días en que me preguntó sobre la posibilidad de robar
señal de la televisión por cable para poder ver todos los partidos del Real
Madrid. Me dijo que debía haber algún «truco» para alterar los decodificadores
que le había dejado la empresa de televisión contratada. Le dije que no, que un
decodificador sólo era un receptor-transmisor de señal, pero que en él no venía
programada ninguna restricción. Eso sólo se podía hacer desde la central de
comunicaciones de la empresa. Bastaba llamar y solicitar el paquete de partidos
de transmisión cerrada.
Llamamos esa misma tarde, el asesor de la empresa explicó que para poder
hacer el cambio de plan (sin ningún costo) había que contratar un servicio
adicional, que podía ser más megas para la conexión de internet, o los canales
en alta definición; además había que cambiar los decodificadores. Pero que si
tomaba la decisión, mañana sábado en la mañana el cambio quedaba realizado. A
pesar de que el costo de la suscripción, contratando cualquiera de los dos
servicios ofrecidos, se elevaba considerablemente, Max dijo que sí. Tomó los
dos servicios, que nunca los ofrecieron juntos (era uno u otro), pero que
salían por el mismo precio que habiendo tomado sólo una alternativa.
El sábado cuando llegué, casi a las diez de la mañana, ya estaba todo
listo: habían cambiado los decodificadores, ampliado la conexión a 10 MB,
habilitado los canales que transmitían los partidos para televisión cerrada y
también los de alta definición. Todo lo habían hecho la misma tarde del viernes
unos hombres vestidos de gris, sin ningún tipo de identificación, pero cuya
eficiencia atenuaba todas las circunstancias extrañas en que aparecieron:
además de no portar carnets visibles, ni logotipos en los overoles, no habían
sido anunciados. Timbraron, saludaron inexpresivamente, como autómatas, según
me contó Max, le extendieron unos papeles en los que debía autorizar con su
firma los cambios que se harían, e hicieron todo rápido y bien. Quizá si me
hubiera quedado esa noche hubiéramos sido más precavidos, nos hubiéramos dado
cuenta de la suplantación y evitado la instalación de los dispositivos
inalámbricos en los espejos del apartamento.
Max murió diez días después, acosado por las imágenes de los espejos.
Como todo estaba en orden, no llamamos a la empresa para confirmar la
veracidad, más bien la legalidad, de la visita. Después de su muerte empecé a
descubrir cosas, además de aquellos dispositivos que sólo entonces descubrí.
Fue difícil establecer comunicación con la empresa. En principio se negaron a
verificar cualquier información porque yo no era el titular del contrato.
Cuando por fin el gerente de servicio de la zona comprendió que había una
muerte relacionada con el asunto, accedió a revisar la solicitud de ampliación
de canales. Sí existía el registro de una llamada del titular del contrato,
pero para solicitar la terminación del mismo. En las notas de la llamada había
quedado registrado que el asesor le había ofrecido a Max varios servicios
adicionales gratuitos para que no cancelara la suscripción, pero que su
decisión fue suspender el contrato. No averigüé más, tampoco le dije al gerente
que eso era absurdo porque el servicio aún continuaba activo.
Era cierto, aquella tarde Max no me llamó para consultarme nada, sabiendo
que no se trataba de un asunto transparente. Sólo hasta la mañana siguiente me
contó todo. Había vuelto a llamar para suspender el contrato (podía hacerlo
dentro de los primeros tres meses), y había hecho una nueva llamada para
contratar otro operador, el de los hombres de overoles grises. En el estudio,
en el tramo más alto de la biblioteca, encontré la copia del documento que
había firmado cuando llegaron. La dirección de internet asociada en el
documento sólo cargaba este mensaje: Error 411: happiness not found. ¿Se
trataba de una broma negra? En los teléfonos de la empresa respondía una voz
grabada con el mismo mensaje: Error 411: happiness not found; y en la
dirección donde debía estar el edificio sólo había una puerta de madera vieja
empotrada en un muro blanco con un graffiti enorme mal garabateado: Error
411: happiness not found.
Cuando llegué la mañana del sábado Max todavía estaba dormido. Hacía
pocos días me había dado una copia de las llaves del apartamento. Entré y le
preparé el desayuno mientras despertaba. Estaba cansado, no había dormido bien,
se veía nervioso, como asaltado por las imágenes de presencias invisibles.
Ahora puedo describir su estado de este modo porque conozco todo lo que ha
pasado, pero entonces sólo me pareció un poco desequilibrado, en un estado
distante de su serenidad de siempre. El desayuno le puso los pies en la tierra
y me contó todo lo que había sucedido la noche pasada.
Después de que los hombres se fueron, sintió sobre él todo el cansancio
de la semana. La presencia de aquéllos, además, había dejado el apartamento
cargado de una energía que enrarecía su atmósfera diáfana. Max tenía una
sensibilidad infalible para descubrir el aura de los extraños, por eso abrió
las ventanas, encendió velas, puso música, cocinó, releyó los Seis cantos
para una sola muerte de Mieses Burgos, para conjurar de algún modo la
presencia oscura que habían dejado los hombres al marcharse. Al final de todo
se bañó y, al salir del baño, vio las imágenes por primera vez.
Había salido desnudo a la habitación. Ya había cerrado todas las
cortinas y dispuesto todo el apartamento para irse a dormir. Se vistió el
pijama frente al espejo de cuerpo, situado en el margen izquierdo de la
cabecera de la cama. Estaba distraído, como ausente, y por eso no había visto
que el espejo no funcionaba como siempre, devolviéndole su imagen, sino que la
imagen empezaba a moverse y a parpadear como la de un televisor sin señal. Al
principio reconoció las franjas verticales, negras y grises, de su pijama. Pero
no era eso lo que le mostraba el espejo ya intervenido en ese instante. Las
franjas horizontales del espejo, ahora más estables, empezaron a dejarle ver,
con intermitencia, un bosque lleno de niebla en pleno día. No supo cuánto
tiempo estuvo frente al espejo. Cuando recuperó su propia imagen en el reflejo,
tuvo la sensación de que todo el apartamento había estado inundado de bruma.
Sintió frío y se fue a dormir. Todo esto tenía que ser efecto del cansancio.
Me dijo que, aunque ahora se sintiera angustiado, la noche anterior nada
le había producido angustia, sino más bien cierto confort que había terminado
de despejar el apartamento de todas las vibraciones oscuras que habían dejado
aquellos hombres. Las imágenes del bosque a plena luz siguieron apareciendo
todos los días, alternándose con otras, en diferentes horas del día. Yo mismo
nunca pude verlas, pero estoy seguro de que Max sí las veía, de otro modo su
fisiología no hubiera desmejorado con ese vértigo de pájaro muerto. Era como si
cada día le fuera robando el cuerpo y la serenidad a pedazos. Max, que aunque
delgado siempre se veía fuerte y vital, se convirtió en diez días en un manojo
escuálido y demacrado hecho de sobresaltos.
Las demás imágenes siempre vinieron después de la del bosque de niebla.
Inconexas en el sentido de que no aparecían las demás como continuidad del
paisaje, o como resultado de una toma continua, sino separadas por la
intermitencia del espejo sin señal. La segunda imagen siempre era la de un mar
lejano enmarcado por una ventana entreabierta. La tercera era la de una mujer
con un vestido antiguo de novia, que dormía sobre una cama enorme en una
habitación llena de luz. La cuarta imagen era la de la misma mujer, parada
frente a Max en el reflejo, acomodándose el vestido y el cabello; luego la mujer
iba hacia el fondo de la habitación y tomaba un sombrero y un paraguas, para
desaparecer por una puerta que Max no alcanzaba a ver. La última imagen era la
de una playa con mal tiempo: llovía y había nubes bajas. Aunque Max no la veía,
sabía que la mujer caminaba sobre la arena, entre las nubes, con el sombrero
puesto y el paraguas abierto.
Las imágenes siempre
se repitieron en el mismo orden, con el mismo ritmo casi detenido, con la
extensión necesaria para llevárselo. Max nunca interrumpió la secuencia
completa de las imágenes que el espejo le devolvía en blanco y negro, como si
fueran su propio reflejo. Las imágenes siempre le dejaron la sensación de que
alcanzaban a invadir su apartamento. En los últimos días casi que cambió la
percepción de su espacio. Desde la ventana de la sala ya no veía las otras
torres de edificios: veía el mar, un bosque, una mujer y una cabaña.
Éste debe ser el momento donde debo falsear el relato
y pretender que Max no ha muerto.
CARTAS DE
LOS LECTORES
HERNANDO URRUTIA. Excelente el cuento de Urrutia publicado la semana
pasada sobre el espejo, imagen que ha obsesionado a tantos escritores como
Carroll y Borges. Luis
Francisco Ospina
* * *
OTRAS VOCES. Agradezco a Con-Fabulación por mostrarnos nuevos
escritores, me refiero específicamente a la española María José Mures. Su
palabra vívida y erótica me llevó a territorios sensibles. Lucas Moreno
* * *
ITINERARIOS DE LA
SANGRE. El ensayo sobre la novela de la poeta
Amparo Osorio me aproximó a esa obra que refiere acontecimientos de nuestro
país, hermosamente contados, como los hechos nefastos del palacio de Justicia.
Bien por la reseña y bien por esa novela tan hermosa. Felipe Torrado
* * *
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Poesía,
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