giovedì 27 novembre 2014

[Henciclo] interruptor - La mula muerta de la diversidad - la columna de H enciclopedia

 
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    BESTIAS Y LENGUAS
La mula muerta de la diversidad
Amir Hamed
1 Réquiem avícola
Habría que ver cuál de estos tonos es el más adecuado para decir una verdad tan vieja como las vanguardias. Uno es el despavorido de Jean Cocteau, cuando proclamaba “el campo, ese lugar horrible donde los pollos andan crudos”, alertándonos, tout court, que debíamos abandonar cualquier pretensión roussouniana de encontrar la pureza del humano fuera del contrato social, es decir, de la polis. A fin de cuentas, los elogios de la vida retirada, como la aurea mediocritas horaciana, desde siempre han sido un sonsonete que trompetea el abandono de lo político, si bien Cocteau no se detiene en genalogías: aquí la gente; allá por el campo, obscenísimos, imposibles, marchan con ladino fervor los pollos, rehuyendo la norma de la civilización, de esa escritura que ya los tiene servidos en un resonante protocolo de cuchillos y trinchantes, de vinos a la sazón, de entremeses, cubertería y servilletas. De hecho, tan imposibles marchaban que, un siglo más tarde, se han acabado sus paseos, alimentados en granjas de estrés que los encorsetan, los aferran, les retiran cualquier pretensión de ser y los dejan hechos un picoteo neurótico que los engorda sin tregua, al punto de ni siquiera ser capaces de sostenerse, aeróstatos rasantes sobre patas de alambre. Son apenas energía racionada en patas y pechuga, algo que aleja a estas aves (las malas lenguas hace tiempo las dicen transgénicas) del viejo y escandaloso bípedo de Cocteau, algo que de alguna forma recoge en Estados Unidos la franquicia KFC, que eliminó de su nombre la anacrónica palabra “pollo” que conociera por décadas las telúricas marquesinas del Kentucky Fried Chicken.

La otra entonación, factura de Max Jacob, es casi dieciochesca. “¿El campo?, ¿ese lugar donde los pollos se pasean crudos?”. Jacob, por lo que se sabe, respondía así a la invitación a un picnic imposible, allá por parajes recónditos donde, por ejemplo, la gente que no tiene mucho que hacer se gasta en conspirar amores como, previo a la revolución que acabara con Luis XVI, lo hiciera el Conde de Valmont en su correspondencia con Mme. de Merteuil en Las relaciones peligrosas, la versallesca novela de Choderlos de Laclos. Los pollos, sugiere esta versión de la boutade, desatentos a toda etiqueta, comparecen como manifestación indecorosa del malentendido: qué tiene que hacer la naturaleza cuando uno habla de un tiempo y circunstancia, como el de las vanguardias, cargados de futuro, de arte, de crítica, en fin, de política.

Ahora bien, si los pollos eran un anacronismo roussouniano en días de las vanguardias, las diferentes enunciaciones responden a los dos términos en que la naturaleza se ve abatida. Se podría decir, por ejemplo, que la más dieciochesca versión de Jacob se sostiene en términos decivilización: la Edad Clásica (como llama Michel Foucault muy francesamente a ese período que conjuga barroco, rococó y clasicismo) se sostenía, hipercortesana, en una crítica del (buen) gusto. La de Cocteau, en su desenfado pos-romántico y agónico, responde a una civilización que ha sido pasada por el tamiz de la cultura a la que la sometiera, siempre en Francia, el conde Joseph Arthur de Gobineau en el siglo XIX.









Si Gobineau había transmutado los valores en que se que sostenía la civilización, autoproclamada en sus edificios y murallas desde días de Gilgamesh, su prédica, sostenida en términos de genética y de raza, y específicamente en la superioridad de unas razas sobre otras, terminaría desaguando en el complejo de superioridad aria y en el emporio de horrores que consagró la Segunda Guerra Mundial. Ahora bien, se lo llame civilización, esto es, acto de vivir sedentario, se lo llame cultura, es decir, una apertura hacia una errabundez ocasionalmente conquistadora, lo cierto es que hablamos de aquello que, desde un comienzo nos distingue de los pollos: la inscripción por la cual el bípedo se escinde de la naturaleza, es decir, por la cual se hace humano.

Porque, como nadie ignora, sea sedentaria y civilizada, sea nómade y belicosa, la cultura es lo opuesto a la naturaleza. Y la cultura, a pesar de la pretensión de Rousseau de que el hombre es “bueno por naturaleza”, ya que “en estado de naturaleza” no desea el sufrimiento de nadie, jamás ha imitado a la naturaleza. Todo lo contrario, es la cancelación de lo natural. Su primer gesto, llámeselo cocción, como pretendía Claude Lévi Strauss, llámeselo ablación genital, hueso atravesado en la nariz, lo que se prefiera, es alterar lo dado en estado natural. Más aún, lo que ha hecho al humano es, precisamente, su negación de la naturaleza, su pasaje de la zoé, o mera vida, a la vida digna de ser vivida (como diría Aristóteles hace mucho y más recientemente Giorgio Agamben) a bios, el ingreso del bípedo a lo político, a esa dimensión en que, dicho con sorna de antigua vanguardia, los pollos no han de pasearse crudos. Lo que cabe preguntarse, entonces, es por qué se insiste, todavía hoy, en rousseaunizar la relación entre cultura y naturaleza.
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