AGOSTO 2014 AÑO
19 Nº 217
REVISTA LITERARIA – ISSN 1666-3233
Director – Propietario CARLOS A. MARGIOTTA
R.P.I. Nº 932.056 TE: 4856 - 2917
redesdepapel@gmail.com
EL VIAJE A
ÑORQUINCO
Carlos Margiotta
EL DESPERTAR DE
NELSON TOVARES Marcos R. Ramos
NS/ NC
Fernanda López
POEMAS Jorge Ornar Hermiaga
UN SUEÑO CON
VIOLINES Nacho Fernández
EL PARTIDO Sonia Figueras
EL GUISO Mágico Marta Becker
CINEMA Yeni
Pérez Zamora
LAS AMIGAS Celia E. Martínez
El
viaje a Ñorquinco Carlos
Margiotta
Cuando llegué a la terminal de trenes de Constitución me
di cuenta que me había equivocado, que debía haber tomado un avión hasta
Bariloche y alquilar un auto para transitar la vieja ruta de ripio hasta Ñorquinco.
Sin embargo pudo más mi entusiasmo por volver a atravesar el desierto
patagónico recordando aquellos años de estudiante de medicina cuando pasaba la
noche en los asientos de madrera para bajar por la mañana en Ingeniero
Jacovachi y hacer el trasbordo en la Trochita con destino Esquel. Además sabía
que era una de las últimas oportunidades que tendría para hacer el recorrido
antes que las autoridades del gobierno levantaran ese ramal del tren.
El andén que me correspondía estaba lleno de gente,
mujeres con sus chicos, parejas, jóvenes, ancianos, familias y algunos
solitarios como yo dispuestos a viajar largas horas para festejar las fiestas.
No hubo que esperar mucho tiempo para que el tren estacionara en el punto de
partida. Dejé que la multitud subiera y acomodara sus bártulos para hacerlo sin
apretujones ni apuros. Equipajes, valijas, bolsos, cajas de cartón, paquetes,
canastas, mochilas, subían por las escaleras y ventanillas como un ejército de
hormigas cargando sus provisiones hasta el hormiguero. Había comprado un pasaje
de primera clase junto al pasillo, quería tener libertad de movimiento para
pasearme por el vagón y descender en cualquier estación, extender las piernas y
fumar un cigarrillo. Finalmente subí por la puerta 32. El baño de caballeros
parecía estar limpio y las piletas para higienizarse estaban en condiciones.
Acomodé el bolso en el portaequipaje y me senté en un sillón verde medio
vencido por el uso cuando los pasajeros empezaron a saludar a quienes habían
ido a despedirlos.
Pasaron largos minutos para que la maquina diesel
sacudiera la inercia de la hilera de vagones haciendo sonar su estruendo. Los
viajeros se fueron tranquilizando en la medida que el tren abandonaba la gran
ciudad y se internaba en un paisaje suburbano de techos bajos y estaciones cada
vez más lejanas unas de otras. Mi ansiedad también le fue dando lugar a mi
propio viaje, a mi propio paisaje, el que me llevaría a encontrarme con mi padre. Junto a mi asiento, del lado de la ventilla
una mujer mayor había comenzado a comer pastelitos de dulce de membrillo
mientras desplegaba sobre un repasador a cuadros sobre sus rodillas: un mate,
una bombilla, yerba, azúcar, y un termo
en una de sus manos aguardaba para iniciar el ritual criollo.
En los asientos de enfrente una pareja de jóvenes intentaban
de entretener a su pequeño hijo. A mi derecha cruzando el pasillo viajaban dos
mujeres de mi edad, parecían hermanas, una estaba leyendo la revista Gente y la
otra observaba un campo incipiente que se perdía en el horizonte. Un señor
vestido con un pantalón árabe, una camisa azul y un sombrero de ala ancha
cabeceaba sobre el hombro izquierdo como queriendo caerse en el vacío. Al lado, un adolescente escuchaba música a
través de sus auriculares conectados a una radio. Más adelante podía observar muchos
chicos que habían empezado a corretear por el vagón, las madres se levantaban
cada tanto para traerlos a sus lugares y más de uno recibía un tirón de orejas.
Lindas minas, pensé, lindas criollas. Los hombres permanecían sentados y
algunos empezaban a conversar con sus vecinos, otros abrían sus equipajes
sacando y guardando ropa. Detrás de mí dos parejitas de estudiantes hablaban
del itinerario a recorrer cuando llegaran a destino. Cada tanto pasaba el vendedor
de bebidas gaseosas y café con un carrito que goteaba agua de algún cubo de
hielo, lo seguía el que vendía sánguches, alfajores y golosinas, agregándole
ruidos al viaje, esos ruidos que me asustaban en la infancia. Traté de aislarme
del bullicio y volví a arrepentirme de mi romántica decisión, aunque el viaje de regreso estaba previsto hacerlo de
otra manera. Abrí las páginas de un libro de cuentos de Felisberto Hernández
que me habían regalado mi amiga Graciela: “Léelo es un escritor uruguayo de
principios del siglo XX, te va a gustar”, me había dicho.
El sol del atardecer atravesaba el interior del vagón
como una daga anaranjada. Me dieron ganas bostezar y estiré los brazos tratando
de no molestar a mi compañera de asiento y de pronto volví a escuchar esa voz
cálida que despertara mi curiosidad: “Soy Ayelen, la mujer de tu padre. Él esta
muy enfermo y me pidió que te invitara a pasar la navidad, quiere verte antes
de morir”, había dicho por teléfono días antes. Era una voz joven, aunque algo
ronca, quizás atragantada por palabras no dichas, como la mi madre. Primero
creí que era otra de las tantas mentiras de mi padre y prometí contestarle más
tarde. Me dio un número de teléfono que anoté en mi libreta demorando la charla
para seguir escuchándola. Creo que esa voz pudo más que las ganas de
reencontrarme con el viejo a quien no veía desde la guerra de Malvinas. Más
tarde llamé al número y me atendió otra mujer que prometió transmitirle la
noticia de mi llegada. Tal vez era cierto lo su enfermedad y no quería desaprovechar
la oportunidad de verlo por última vez y creerle.
Las luces del tren se encendieron anunciando la noche
cuando el mozo del salón comedor pasó invitando al primer turno de la cena.
Cerré el libro y lo guarde junto al apoyabrazos. Pensaba ir a comer mas tarde,
después que el tren se detuviera en Olavarría. Me levante del asiento y fui al
descanso donde se enganchan ambos vagones, prendí un cigarrillo y lo fume entre
las manos. El paisaje encendido de pequeñas lamparitas brillaba a lo lejos y
recordé las navidades de mi niñez cuando toda la familia se reunía en la casa
de mis abuelos. Allí estaban mis padres juntos, mi hermana desaparecida, mis
tíos, mis primos y los regalos que traía algún tío disfrazado de Papa
Noel.
Volví al asiento, la señora de al lado se había puesto a
tejer, el nene de enfrente lloraba en los brazos de la madre que le hacía
palmadas en la cola, el marido se comía las uñas. Las hermanas habían cambiado
sus lugares y charlaban sobre una telenovela. El gaucho dormía sobre el hombro
del pibe que seguía con los auriculares puestos. Las parejitas de atrás estaban
dale que dale con los arrumacos. Algunas mujeres seguían luchando con sus críos
mientras le pedían ayuda a sus parejas.
“No vayas, no seas boludo, te va a cagar otra vez”, había
dicho mi hermano mayor cuando le conté lo ocurrido. “No le creas esa historia
del héroe, si algo de grande es el viejo es que es un gran hijo de puta”. Sabía
que tenía razón pero a esta altura de mi vida necesitaba de ese encuentro,
quería saldar las cuentas pendientes, terminar de una vez y para siempre con
esa historia inconclusa y perdonarlo como me lo había pedido mi madre.
El tren se fue deteniendo en el medio de la ciudad de
Olavarría y me baje para estirar las piernas, fui al baño de la estación,
compre cigarrillos y un paquete de galletitas Tita. Pensé en mis hijos, la nena
viviendo en París, el menor enseñando antropología en la Universidad de México
y el más grande con su mujer y mis nietas, acompañando a su madre en un lugar
la costa. El viaje hacia la última navidad con mi padre había comenzado.
Escuché la campana de la estación que anunciaba la
partida del tren y subí despacio haciendo tiempo para que los pocos pasajeros
que descendieron se acomodaran. El silencio del vagón llamó mi atención, la
mayoría de los chicos dormían desparramados entre las piernas de sus padres. Yo
busqué mi bolso en el portaequipaje y saqué un abrigo para pasar la noche a
través del desierto frío. Mi vecina dormía con un leve ronquido y decidí ir al
vagón comedor, quería que el tiempo pasara rápido, que la noche no fuera tan
interminable como todas las noches desde que ella se fue.
En el salón había pocas personas: una pareja mayor, una
mujer rubia de unos 50 años, un hombre peinado con gomina que parecía militar y
un cura medio pelado con la nariz colorada por el viento del sur y por el
alcohol, pensé. Elegí comer un plato de fiambre con ensalada rusa y pedí una
copa de vino tinto. Mientras comía lentamente traté cruzar alguna mirada con la
mujer rubia pero ella las esquivó una por una. La pareja comía en silencio y
observe que el cura buscaba charlar conmigo desde una mesa cercana, me hizo
recordar mis años en colegio religioso. Los comensales se fueron yendo y me
quede hasta la hora en que cerraba el comedor.
Volví a mi asiento con la misma inquietud que me asaltaba
cada vez que viajaba de noche, mis fantasmas salían a pasear y yo me volvía a
encontrar con ellos. En el vagón estaban las luces apagadas aunque la oscuridad
se desvanecía a través de las ventanillas donde se cruzaban los destellos de la
luna. Me puse el abrigo antes de sentarme y me entregué a la noche escuchando
el traqueteo del tren. “Cinco pesos poca plata, cinco pesos poca plata, cinco
pesos poca plata…” decía mi madre imitando el andar sobre las vías mientras me
acariciaba la frente cuando estaba enfermo.
Cerré los ojos y me interné en mi propio viaje, ese que
inicio cada tanto después de una pérdida. “Sos un tipo muy sensible para mi y
vos sabés…”, habían sido las palabras de Marta que golpeaban mis oídos. Mi vida
amorosa ha sido un camino de desencuentros, me dije, y pensé en la muerte como
una mujer a la que me entregaría para siempre.
Abrí los ojos en la penumbra, mis compañeros de viaje
dormían sin compasión y los envidié. La mujer de al lado roncaba con sonidos
irregulares que podía adivinar siguiendo la secuencia, la empujé suavemente y
por un rato hizo silencio hasta que reanudó su rutina con mayor intensidad. Me
levante y salí al descanso para fumar un cigarrillo, el olor del aire fresco me
hizo suponer que estábamos cerca del mar, faltaban dos estaciones para llegar a
San Antonio Oeste y después de cruzar el río Colorado habríamos ingresado en la
Patagonia. Volví a mi asiento y tomé una pastilla para dormir.
Cuando desperté estaba en Ingeniero Jacobachi, recién
amanecía y hacía frío. Bajé con cuidado los escalones del vagón y me dirigí al
otro andén donde me esperaba La Trochita, el viejo y famoso tren bautizado así
por el pequeño tamaño de los ejes y la máquina a vapor que parecía un juguete.
Era el último tramo del viaje, miré el reloj y calculé que estaría allí cerca
de la media tarde. Los pocos pasajeros que hicieron el trasbordo se acomodaron
en los estrechos asientos. Una gran estufa a leña que se encendía en el
invierno estaba erguida la mitad del vagón y me senté junto a ella. El guarda
agitó su pañuelo verde y el tren arrancó con el menor esfuerzo.
Desayuné con un café y unas medialunas que era parte del
servicio mirando el paisaje de horizontes montañosos. Estaba muy cansado y me
dolía todo el cuerpo pero a la vez estaba satisfecho con la decisión tomada.
Quería de soltar parte de mi pasado y cerrar una etapa de mi vida para empezar
a recorrer nuevos caminos. Saqué la libreta de apuntes del bolsillo interior de
la campera y me dedique a anotar puntualmente las cuestiones que quería hablar
con el viejo, esta vez no debía olvidarme de ninguna ni tampoco quería dejarme
envolver con su discurso delirante para irme con las manos vacías.
Me recliné sobre el respaldo del asiento y escuché
nuevamente las palabras de Ayelen, “Te vamos a esperar a la estación, tu padre
me dijo que eras igual a él”. ¿Quienes me van a esperar?, si el viejo debe
estar postrado en una cama, pensé. Su voz volvió a replicar en mis oídos, esta
vez menos ronca y más cálida. No podía imaginar cómo sería esa joven mujer
junto a mi padre, aunque había conocido a muchas de ellas y todas, a mí entender,
muy felices a su lado.
En la medida que el tren avanzaba escupiendo humo y
chirridos en cada cuesta mi ansiedad iba aumentando. “La suerte está echada”,
me dije, es hora de enfrentar la batalla. En una de las estaciones del
recorrido me baje y compré unas empanadas a unas señoras que las ofrecían y
aproveché para fumar otro cigarrillo. El pequeño pueblo construido alrededor de
las vías, esperaba la llegada del tren como un festejo, era el principal el acontecimiento
del día. Allí se descargaban correspondencia, productos alimenticios, medicinas
y alguno que otro electrodoméstico. Llamaba la atención las casas de techo
bajo, las ventanas al ras del suelo y las puertas casi enterradas para cuidarse
del fuerte viento.
El tren partió nuevamente y me dejé dormitar en el
asiento acariciado por un sol brillante un largo tiempo. Sin darme cuenta sentí
que la máquina a vapor hacía sonar su aviso de arribo, miré la hora, eran las
cuatro de la tarde. Me asomé por la ventanilla y vi a una muchedumbre esperando
en ambas orillas de las vías de Ñorquinco. No podía suponer que yo sería el
protagonista del tal recibimiento. Cuando el tren se detuvo la gente rodeó los
vagones y pude ver un cartel pintado sobre una gran lona que decía BIENVENIDO
DOCTOR ALESSANDRO y mas abajo COMUNIDAD MAPUCHE, y se me arrugó el corazón.
Baje del tren, mis piernas temblaban y una mujer morocha
de rasgos aindiados mucho mas joven que yo se acercó blandiendo una sonrisa.
“Soy Ayelen”, dijo, y me abrazó como una madre. “Tu padre te está esperando”.
Yo no sabía todavía la dimensión de lo que estaba ocurriendo. Saludé a todos
agradeciéndole la bienvenida y apretando las manos de los más cercanos, en la
emoción me largué a llorar como una criatura y me senté en un banco de madera
para recuperarme, una mujer me trajo un vaso con agua.
En el camino hasta casa, Ayelen me contó de la obra
realizada por mi padre a favor de la comunidad Mapuche. “Ahora nos respetan, él
nos enseñó a pelear por lo que es nuestro”, dijo mientras me tomaba del brazo.
Caminé los últimos metros invadido por la confusión y la desconfianza, no podía
separar al padre cruel que nos abandonó cuando éramos chicos de éste otro
generoso y benefactor, .
Cuando entré a la casa de adobe reconocí el olor de mi
padre. “Estoy aquí, vení” me acerqué detrás de un improvisado biombo y allí
estaba, acostado de espaldas sobre una rústica cama. “Hijo mio, tanto tiempo ha
pasado”, me senté junto a su cuerpo y nos abrazamos largamente. “Tengo tres
días para quedarme”, dije.
Durante esos días pude decirle lo que tenía callado sin
necesidad de recurrir a mi libreta de apuntes. Él habló entre los dolores del
cáncer, con la sinceridad de quien esta plantado frente a la muerte. A veces
caía en un sueño profundo y yo salía de la casa a caminar por el pueblo que
tanto lo quería. Ayelen lo atendió con la devoción de una mujer que ama. La
noche de Navidad, antes de morir, me entrego un paquete de las cartas que no se
animó a enviar. “Leelas después...” Los funerales se hicieron con el rito
Mapuche y fue enterrado entre los suyos.
“Tal vez vuelva para las Pascuas” le dije a Ayelen sin
convicción, antes de partir. Estaba triste pero en paz, mi padre había reparado
sus daños en ese lejano lugar, porque a veces el perdón no es suficiente.
Volví a Jacobachi en una camioneta de la municipalidad.
En el viaje de vuelta leí las cartas que me había entregado el viejo y las fui
soltando una por una sobre los durmientes del riel.

POEMAS
Jorge
Ornar Hermiaga
Del libro Soñar con la panza vacía
"Soy un poeta que ama
a los que no tienen amor ñipan.
Dardo Dorronsoro
ÚLTIMA CENA
Anochecido oirás cantar
los
grillos,
los cachetes hinchados
cerrarán tus ojos, metido
en ese pozo no podrás ver los
girasoles cuando salga el sol.
Te aferrarás para gritar que eso
que cruje son ideas, eso que
duele son tus páginas
borradas. Y aunque algún
atorrante
se moleste
nunca podrá encerrar tu alma.
Libre de barrotes estarás
esperando
el mate
cocido
y la galleta...
Tu última cena.
CRÍA
Más allá.,,
Cadenas, en
épocas duras me amarran al
muelle, como el salmón
buscaré nuevo horizonte,
rio arriba iré
a devorarme la corriente.
Caminaré sobre el lecho seco
del arroyo
quebrarán, mis pies la tierra
hablarán otro idioma las
sandalias, en otro puerto
donde no flote basura, que
salpique la cría,
CRUCIFICADA
Se que miras el encuentro
como una entrepierna del destino.
Subida a los maderos
verás caer tus flácidos cabellos
cubriendo el seno familiar
de tus entrañas.
Entrañas que cobijarán las nubes
de un disimulado parto.
Una fina silueta en el atardecer
será la transparente piel de cordero
que cubre tus venas hechas sogas.
Un llanto efímero,
sin lágrimas, sin sonido,
sin rictus que dejen ver tu enojo
será la despedida.
Solo una sonrisa encubierta
- dejarás -
y el perdón que destila.
EMBARAZOSA
Silencioso momento
en que tu edad
comienza a sonreír,
descalza sentís el fresco palpitar
cual arrebol de cascaras al sol.
Tus pensamientos apoyados
en el perfume de una rosa
esperan por la ilusión
que no manchó el tiempo.
Es precario el ajuar
pintado de esperanza,
rescoldo de tristeza
con fondo de piedras
donde se refleja
el ocaso del ocaso
como un embarazoso embarazo
balanceándose entre piernas.
Y pasas tan simple,
inadvertida,
vestida de flor en el desierto
cual Señora que ha roto un
hechizo.
Mentira en la mañana Liliana Blasco
...fabricante
de fantasmas de
pequeños dioses... polvo, mentira en la mañana
Octavio
Paz
Las dos últimas pinceladas lo dejan más conforme; se
aleja unos pasos para contemplar mejor la tela, cambia de ángulo una y otra
vez, estira el brazo y su mano, desde la distancia, va cubriendo parcialmente
la figura azul de una mujer, que lo mira impasible desde el brillo, también
azul, de sus ojos húmedos de óleo fresco. Sabe que es el dueño de esa mirada
que cuida celosamente, y vuelca a una y otra tela, modificando en su influencia
hasta el aspecto de los perfiles o las naturalezas muertas que pinta; su paleta
desborda de azules tentativos, hasta llegar al tono exacto de sus ojos, que
siempre necesitan una pizca más de cerúleo. Al debilitarse la luz natural en el
taller, comienza la ceremonia de limpieza de pinceles y, aunque siente el ruego
desde la mirada azul, multiplicada en las miradas de todas las telas, ahora
cargadas de sombras, oscureciéndose casi hasta llegar al prusia, se despide.
El abandono es momentáneo pero imprescindible, se impone
como todas las noches la caminata; la luna blanqueando las chapas de la
estación abandonada, la plaza, el caminito de los álamos.
Hasta ese momento no se ha preguntado si ese recorrido es
para confirmar su ausencia o esconde la esperanza de asistir a su llegada, pero
la ceremonia se sucede noche a noche, como en un ensayo interminable.
Las trampas del hábito conduciéndolo de vuelta, la cena
frugal hojeando el álbum de fotos y la excusa de la guitarra para seguir
dialogando con ella.
Nadie le da la bienvenida y aunque no es una sorpresa, le
duelen las ausencias.
2
El sol que la atormentó durante casi todo el viaje había
desaparecido, de pronto, detrás del monte de eucaliptus, después de la curva
que lleva a la estación. Con una escenografía impresionista de casas bajas,
comenzó a prepararse, oyó el último quejido de los rieles, tomó su bolso y
bajó.
Única pasajera en ese tren frágil, casi inmaterial, que
volvió a partir, minutos después, entre pitazos y humos grises. En el andén
solitario el cartel de siempre; "Las Bayas"; a su derecha el salón de
señoras y al lado la oficina del jefe de estación y la boletería, pero antes,
los bancos de madera descascarados, uno a cada lado, y todo envuelto en una
leve niebla sepia de recuerdos; recuerdos que se desanudan a través de esa
primera mirada incierta, mirada que borra otras miradas.
Como impelida por una urgencia nueva, la mujer del bolso
recorre el pueblo; camina las calles, la plaza, el caminito de los álamos; en
su trayecto se cruza con algunas personas que cree reconocer, intenta un saludo
que en ningún caso es devuelto. Atisba en todas las ventanas, primero
tímidamente y luego con un descaro obsceno, como un rumor se mete en las casas
y viola cocinas y alcobas a su antojo. Decepcionada, regresa a la plaza, a la
figura de piedra atemporal, sucia de palomas, ve los canteros de prímulas y nomeolvides,
los rosales en flor, como en las fotos del álbum, y cree oír la risa de él y su
música.
Después un telón de plomo la envuelve, se enreda en un
cansancio antiguo y se duerme.
Vuelve a abrir los ojos exactamente en el momento en que
él inicia la caricia y le pregunta: ¿Volviste? Ya era hora....
Un corto silencio de incredulidad o confirmación, y el
desborde... El hombre reconoce la mirada azul, la boca mágica, inolvidable
territorio recuperado. Quiere saber, desentendiéndose de temporalidad y
espacio, si vuelve para él. Ella sonríe y vuelve la cabeza, él reencuentra ese
perfil afilado que tanto ama y comprende que convocar a los duendes es una
trampa. Sabe que ese frágil equilibrio entre la realidad y su deseo se deshace
como esa sonrisa. Puede percibir el borde, la frontera, el final del camino: la
vigilia.
La luz titilante del amanecer los sorprende volviendo a
la estación. Es la hora en que los sueños huyen, dice ella. Él sabe que deben
despedirse.

Mini
cuentos Horacio
Laitano
El tercer ojo
El
tercer ojo calcula la distancia a medida que se alejan las carretas. En la
primera de ellas, un sheriff de cuarenta años, empobrecido por su trabajo,
grita far west a los cuatro vientos. Primeramente en inglés, luego en español y
por último en árabe. Esta vez, algo turbado por las dificultades del idioma,
recuerda que, en realidad, nunca fue feliz... En la segunda carreta, atestada
de bolsos y valijas, el conductor castiga sin piedad a los caballos, hasta que
la sangre que brota de las bestias le anticipa su propio sufrimiento. Después
de cuarenta y ocho horas sin novedades, el conductor da muerte a los animales y
se arroja desde un puente... En la tercera carreta, que, a su vez, guarda
relación con el tercer ojo, una familia procedente de San Francisco, aconseja
encerrar a los ancianos cada vez que el invierno se aproxima.
(Marque
con una cruz en qué carreta viajaría usted, si tuviera cuarenta años como el sheriff,
cuarenta y ocho horas sin novedades y cuatro ancianos a cargo.)
Los invitados
Al
llegar los invitados, levantaron las manos y salieron. Nivelaron sus zapatos a
la altura de la puerta y corrieron sobre el pasto mal cortado.
Después de la comida, se reunieron en la casa
de uno de ellos. “El menor” para los grandes. “El mayor” para los chicos. “El
émbolo aceitado” para todos los vecinos.
Por último, (para qué contar los detalles de
la espera) un llamado congregó a los escasos concurrentes:
“Pocas
pacas lechosas y aclaradas. Las calaras no son maravillosas”.
Un
hombre sensible
Al
decir que la quería, golpeaba una mano contra otra. Se apretaba los dedos con
el borde de la puerta y gemía de dolor pegado al pasto. Era raro encontrarlo
mal dispuesto. Sus piernas se agitaban al llegar la primavera o cambiaban de
color como su espalda... No podía ocultar que, pese a todo, era un hombre
sensible a los afectos.
La tormenta
-Siempre
tuve temor a las tormentas –desgranó el Sr. Aravolazo ante un núcleo apretado
de vecinos.
-¿La
cala es una flor o es una planta? -preguntó la hermana de la viuda.
A
medida que las nubes cubrían el entorno, los niños corrían montados en
triciclos. El agua salpicaba pantalones y polleras, hasta tomar el color de las
baldosas.
Un
rumor silencioso recorría el vecindario. Una especie de reptil amarillento, que
entraba y salía de las casas.
Algo más sobre la Srta. Dixi
Quienes
conocen a la Srta. Dixi aseguran que no es como nosotros suponemos. La Srta.
Dixi es una mujer fogosa y decidida, capaz de triturar entre sus piernas a
cuanto hombre se le acerque. Ah, si no fuera por la Srta. Dixi, qué sería de
esos señores impecables que buscan un sexo cauto y reservado después de su
trabajo.
¿Se
pueda acaso decir lo mismo de la Srta. Dixi? ¿Necesita ella de esos respetables
caballeros, cuyas vidas familiares son un ejemplo de armonía?… Seguramente, no
es esto lo que más preocupa a la Srta. Dixi
-Bah,
mujeres como ella hay en todas partes.
-Sí,
pero ninguna como la Srta. Dixi.
-Sí,
sí, la verdadera Srta. Dixi, no la que nosotros suponemos.
Una charla inconclusa
-Dolorosa
recurrencia –manifestó ante el auditorio la Srta. Dilty.
El
encuestador sacó su cuaderno del maletín y anotó la frase entre comillas.
La
Srta. Dilty prosiguió la charla, tratando de observar al encuestador
disimuladamente. Poco después, alguien formuló una pregunta que despertó su
interés por un momento. Aprovechando la situación, el encuestador volvió a
tomar nota en su cuaderno de tapas negras. La Srta. Dilty lo miró esta vez con
insistencia, hasta que uno de los presentes le sugirió que guardara su
cuaderno.
-Mi
verdadera intención no era ésa –comentó el encuestador en voz alta. Existe la
creencia generalizada de que no cumplimos la función que nos corresponde.
-¿Y
entonces? –preguntó el otro-. ¿Cuál es la función que cumplen?
-La
que mejor se ajuste a las circunstancias –respondió el encuestador, poniéndose
de pie.
La
Srta. Dilty se preparó para continuar la charla, pero tuvo la impresión de que
nadie la escuchaba. Las palabras del encuestador habían concitado la atención
del auditorio.
El
despertar de Nelson Tovares
Marcos Rodrigo Ramos
¿Qué os espanta/
si fue mi maestro un sueño/ y estoy temiendo en mis ansias/ que he de
despertarme y hallarme/ otra vez en mi cerrada prisión? Calderón de la Barca
Fue en mi época de estudiante universitario que conocí
a Nelson Tovares. Solíamos ir juntos de la Facultad de Derecho por Pueyrredón
hasta Once caminando. Él vivía en la Capital, yo en Haedo. Casi siempre surgía
en nuestras conversaciones el tema de los sueños. Le contaba que en la mayoría
de ellos solía aparecer la casa en la que vivía con mis padres. Los de él en
cambio ocurrían en lugares exóticos como alguna isla del Caribe. Él pensaba que
esto se debía a que vivía en un
departamento muy pequeño, la falta de espacio físico hacía que su alma viajara
en sueños a lugares amplios en los que se sentía más libre, respirando un aire
que no tenía, disfrutando de una vida que no era la suya. A mí me ocurría lo
opuesto porque mi casa era un lugar grande y placentero, no me era necesario
(en esa época) irme a otros mundos para ser feliz.
Abandoné la facultad y no volví a ver a Nelson más hasta el fin de semana pasado en que lo
encontré sentado en un banco de la plaza de Once. Estaba cabizbajo, con un
gorro de lana negro y los ojos fijos en la nada. Desaliñado y sucio parecía un
pordiosero.
Cuando me paré enfrente de él tuve la extraña sensación
de que, aunque lo había hecho, no quería reconocerme. Me sonrió de costado
y quedó con la mirada fija en un punto invisible
del cielo. Lo tomé del brazo y fuimos a un bar. No ofreció resistencia pero
seguía en silencio.
Cuando trajeron las facturas y el café con leche entendí
que bañarse no era lo único que no hacía desde bastante tiempo. Al tercer tazón
de café su semblante ya había cambiado
bastante aunque seguía con esa expresión triste y preocupada. Comenzó a hablarme, pensé que lo hacía por
agradecimiento, más tarde comprendería que fue por resignación. Trataré de
reproducir con sus propias palabras lo que me dijo:
“La última vez que te vi fue hace casi más de veinte
años. Los dos íbamos a la Facultad, desconozco las razones que te llevaron a
dejar los estudios. Abandoné al año siguiente tentado por el ofrecimiento de un
buen trabajo en una Auditora de Haedo.
Fui un empleado muy idóneo en mi tarea y junto a un ascenso vertiginoso de
escalafón en mi empresa vino el dinero, mucho dinero. Conocí en uno de mis
viajes a España a Marina que sería mi esposa y la madre de mis dos hijos:
Madeleine y Emanuel. Mis suegros, que
eran descendientes de nobles de allá, me regalaron un Rolex de oro auténtico,
me imagino que tendrás idea de lo qué salen esos relojes, ¿no? La vida me
brindaba su mejor sonrisa, tenía todo para ser el hombre más feliz del universo
y realmente creía serlo. Todo era bueno y cada día parecía ser mejor. Todo,
menos algo.
Nunca podía descansar bien cuando dormía. En mis sueños
solía aparecer tirado en algún callejón entre bolsas de basura y sentía mucho
frío. Vestido como pordiosero me sentaba en el banco de alguna plaza y tenía
mucha hambre. Cuando despertaba siempre sentía un dolor intenso en la cabeza y
el cuerpo.
Lo terrible comenzó la semana pasada. Marina estaba con
los mellizos durmiendo en nuestra cama y no quise despertarlos, entonces me
acosté en el sofá del living. Al despertar
me hallaba tirado en medio de un baldío con ropa sucia y maloliente. Había varias botellas tiradas a
mi alrededor. Tenía un dolor de cabeza terrible idéntico al que produce una
borrachera, sólo que hacía más de dos años que no probaba alcohol. Estaba cerca
del Parque Centenario. Caminé por Hidalgo en dirección a Caballito. En el
camino me cruce con unos vagabundos que me saludaron como si me reconocieran.
Me colé en el primer tren que vino y fui hasta Haedo. Sólo quería llegar a mi
casa lo antes posible, bañarme y sacarme los harapos que vestía.
Cuando llegué a Giménez 3215, dirección en donde estaba
mi chalet de dos plantas, había un inmenso supermercado. Las casas vecinas
estaban distintas. Llamé en una de ellas pero nadie me contestó. Al rato vino
la policía y me invitó en forma no muy amable a irme bien lejos de ahí, dijeron
que los vecinos se habían quejado por mi presencia en los alrededores. Procuré
explicarle
donde debería estar mi casa pero sacó su cachiporra y
comenzó a golpearme mientras me echaba del lugar a las patadas.
Intenté ordenar el torbellino de ideas que circulaban por
mi cabeza.
Utilicé las pocas monedas que tenía en el pantalón para
llamar a familiares, a amigos, al trabajo y... nada. En todos los casos me contestaban
voces desconocidas que no sabían de mi existencia. Fui a la Auditora, el
personal de seguridad no me dejó entrar. Hice guardia cerca de la puerta para
ver si encontraba a alguno de mis compañeros, a mi secretaria, a mis empleados
y... nada. Ninguno apareció.
Desde entonces me dediqué a buscar a parientes, amigos,
alguien que me conociera pero pareciera
que todos se han esfumado. Donde estaban sus casas hay otras construcciones. Hasta el colegio de mis hijos ya no existe.
Por un momento pensé en quitarme la vida pero luego se me
ocurrió una hipótesis no tan descabellada que justifica todo lo que me está
pasando. ¡Estoy soñando Rodrigo! ¡Es evidente! Por eso no está mi mujer, ni mis
hijos, ni mis amigos, ni mi trabajo, ni nada. Aparecés vos. Vos sos lo único
que pertenece a mi realidad de hombre. Vos.... y algo más. Tomá, agarrá esto.
Tengo que irme, alejarme de vos. El
saber que no reconocía a nada ni nadie me había dado cierta tranquilidad porque
reafirmaba mi creencia de estar dormido, pero ahora que apareciste tengo miedo. No me sigas. Pronto voy a
despertar. Pronto...
“Pronto” fue la última palabra que dijo antes de salir
corriendo como un desesperado. Algo
dentro de mí me detuvo y no lo seguí. Todavía aún me cuestionó si hice bien en
dejarlo ir, cualquiera pensaría que Nelson está loco, pero yo me permito dudar
un poco cada vez que miro el Rolex de oro que me dejó aquella tarde en el café.
EL PARTIDO Sonia
Figueras
Está sentado en una silla de paja en la puerta de su
casa. Es domingo. Ya almorzó un plato de ravioles con un vaso de vino. Rechaza
la fruta.
Los ojos se le entrecierran en esa siesta calurosa.
Pesada la tarde, dice, pero no le molesta. Un bochinche
crece a su alrededor, lo envuelve.
Ya no está sentado en la calle. Está en el túnel, en el
instante de entrar a la cancha. Hoy estrena botines. La camiseta, el pantalón y
las medias, por supuesto, todo es nuevo. Está acostumbrado a ser la estrella
del equipo. Sabe que en cuanto pise el césped la tribuna entera va a corear su
nombre y lo ensordecerá.
Tocará el suelo, vendrá
la señal de la señal de la cruz y luego el trotecito saludando a los
hinchas.
Suena el silbato. El sol le da de frente. En el sorteo le
ganan el arco.
Como es su estilo en cuanto puede agarra la pelota desde
atrás y empieza a avanzar ful tras ful. - ¡Eh! ¡Este tipo no ve nada! ¡Tampoco el
juez de línea! Y al rubio no se lo puede sacar de encima, lo sigue a sol y a
sombra y cada tanto, un caño. Beto lo acompaña por si se da. Llega al área
contraria y con un derechazo la estrella contra el palo y… adentro. El primer
gol de la tarde ¿o es de noche?
Un lateral y se la saca limpito al rubio que lo sigue, le
da una patada en la rodilla y seguro que le arruinó el menisco. Pero él sigue.
Parece que el árbitro está ciego, le indica la falta con un gesto, pero nada.
Avanza, le duele la rodilla por la patada. En ese avance se acerca al arco. Con
él no pueden por más que se venga toda la defensa. Hoy está más afilado que
nunca. La pasa a la derecha, el flaco se la devuelve y con un cabezazo preciso
define el segundo gol.
La fiesta en la tribuna crece. Qué partido éste. Hoy
terminan el campeonato, ganan y son campeones indiscutibles.
Arranca esta vez del medio por un pase del fondo, la para
con el pecho, los tobillos le bailotean, como al Diego. El arco está ahí. No
levanta la cabeza, no necesita mirar, como el Diego.
Ya sabe. Sabe que la meterá ahí, donde es imposible. De
la popular le gritan y él se siente Maradona y la clava en un costado, en el
izquierdo, justo en el hueco que le deja el arquero.
Tiene un pequeño mareo. ¿Dónde está?
- Abuelito ¿Sin azúcar como siempre?
Agarra el mate con su mano derecha y con la izquierda
acaricia la cabeza de su nieto.
Un sueño con violines Nacho Fernández
Ese día en Cerdido para muchos era un día más. Para el
cartero tenía un sabor diferente, era su primer día de reparto. La gente lo
recibía con entusiasmo. Él rompía su habitual frialdad derramando su alma en
cada corazón que le ofrecían. Pero la historia del cartero tiene toda una vida
de contenido.
Vino al mundo en una mañana de otoño cuando el sonido del
gélido invierno se escuchaba al fondo en una aldea del norte de Galicia, en
plena montaña, desde donde con un olfato fino se puede escuchar el sonido frío
y bravío del Océano Atlántico en el horizonte. La aldea la llenaban de vida sus
500 habitantes, todos ellos de origen, menos Olga "la habanera".
Olga era la maestra del pueblo. Procedía de Ferrol, un
bello lugar del norte de España cerca de donde el Océano Atlántico baila sus
ultimas danzas y donde el Mar Cantábrico empieza a golpear con su fuerza bruta.
Debía su apodo a las continuas historias que contaba de cuando su abuelo estuvo
en la guerra de Cuba. Su llegada al pueblo vino después de recorrer una parte
de su vida mutilada por las desgracias: con la orfandad recibiéndola con
prontitud, y rematada por un embarazo no deseado producto del encuentro con un
joven de noble cáscara pero podrido por dentro.
Olga decidió limpiar el moho que le tapaba su corazón con
el aire puro que se respiraba en este lugar que los dioses definieron cuando
hablaron de paraíso.
Y este aire puro fue el que recibió a Nacho, así se llamó
el hijo de Olga. Eran las doce y cuarto del mediodía. En el pueblo el
nacimiento de un nuevo ser espolvoreaba de felicidad a la gente, provocando un
alborozo orballesco que hacía sumergirse a la oscuridad que había cubierto de
pena el pasar de los días de esta novelesca estación. Las nieves que habían
caído los días anteriores parecían no querer decir adiós en lo alto de la
montaña como esperando saludar a Nacho, que justo a las doce y veintidós
minutos comenzó a escribir la historia personal que para cada uno de nosotros
es el tiempo que pasamos en esta vida.
La casa donde vivían Olga y Nacho era de piedra, quizá
demasiado grande para dos cuerpos que la habitaban, quizá demasiado pequeña
para dos almas que la llenaban. Bajo el frío que transpiraba la piedra que
cubría la casa estaba el calor que derramaba el amor madre-hijo que Olga y
Nacho transmitían.
Durante los primeros meses se dedicó a saltar, reír,
jugar. No habló hasta más allá de los tres años, donde empezó a balbucear
alguna que otra palabra, más que nada era un conjunto de letras inconexas. Se
llegó a pensar que se iba a quedar mudo. Así lo decía Paco, "el
partos", el curandero del pueblo; incluso Elvira, "la bruja",
intento echarle alguno de sus conjuros para que el niño pudiera hablar. Elvira
era odiada por todos los vecinos, pero al final todos acudían a ella. Decía que
hablaba con la Virgen todas las noches, y que incluso se le apareció un día
mientras daba de comer a sus caballos. Lo que esta claro es que todas "las
brujerías" de Elvira nunca tuvieron resultado.
Cuando Nacho ya pudo hablar y caminar le gustaba mucho
salir por las mañanas a recibir a Pepe a la puerta, hombre impenetrable de
rostro quemado por el sol, esperando dar su paseo matinal en burro, cuya cuadra
estaba adosada a la casa. El sonido del burro, junto con el de los pájaros y
algún que otro gallo que había por la zona daban un carácter sinfónico a los
despertares matinales. Al lado de Pepe, estaba su mujer, Inés, de ojos de luciérnaga
y corazón de leona. Los dos, además del burro, tenían varias vacas. Recibían
todas las noches la visita de Olga y Nacho en busca de la leche, el ordeño de
las vacas era uno de los momentos más felices para Nacho.
Además de Pepe e Inés, nuestro protagonista disfrutaba de
la gente que día a día pasaba por su casa. Así tenemos a Maruja, hermana de
Inés, y Vicente, dos naturales del pueblo que emigraron a Suiza en busca de
trabajo y que fueron los que por su vecindad en Ferrol con Olga le abrieron la
puerta a este idílico destino. José Manuel y Lourdes eran los dos chicos más
próximos en edad a Nacho, con los que aprovechaba éste para jugar desde que
salía hasta que se ponía el sol: fútbol, baloncesto y su autentica debilidad,
la bicicleta. De los golpes recibidos en ella recuerda el primero que le dejó
mas de un mes sin poder moverse, y varios más sin poder jugar al ritmo de
antes. Pero eso no le resto un ápice para perder la felicidad. Olga le enseñaba
todos los días que la felicidad no te la da el poder saltar y jugar, la
felicidad te la da el poder sentir, y el sentimiento esta en el corazón, y
mientras uno tenga sano el corazón tiene que ser feliz. Ahí aprendió una gran
lección.
NS/ NC Fernanda
López
¿Por qué insisto si no termino de conocerte? ¿Por qué te
busco si casi nunca te encuentro?
¿Por qué cuando te encuentro no me encuentro? ¿Por qué
cuando te vas, te persigo?
¿Por qué cuando te alcanzo, retrocedo? ¿Por qué cuando me
alejo, te acercás? ¿Por qué este miedo?
¿Por qué esta incertidumbre? ¿Por qué tanto misterio?
¿Para qué apostar si siempre te pierdo?
¿Para qué arriesgarse si vos no querés ganar?
¿Para qué seguir jugando si el resultado siempre es un
empate insoportable?
¿Por qué insisto si no termino de quererte? ¿Por qué te
busco si casi nunca me querés?
¿Por qué cuando te quiero no me quiero? ¿Por qué cuando
te vas, no te retengo?
¿Por qué cuando te alcanzo, me empequeñezco?
¿Por qué cuando me alejo, te hago falta?
¿Por qué estos rodeos? ¿Por qué esta inseguridad?
¿Por qué tanta histeria? ¿Para qué apostar si no hay nada
en juego?
¿Para qué arriesgarse si no vale la pena?
¿Para qué seguir jugando si no vale la risa?
|
arrancaban de
El
guiso Mágico Marta Becker
El restaurante El Guiso Mágico era famoso no sólo en el
pueblo sino en todas las localidades aledañas. La gente venía especialmente de
lugares lejanos para degustar sus platos y disfrutar de una buena velada.
Lucrecia era la dueña del local. Lucre, como a veces le
decían, había nacido en La Esperanza, pueblo ubicado al lado de una estación de
ferrocarril ahora abandonada desde que levantaron el servicio. Cincuentona y
soltera, dedicó su vida primero al cuidado de sus padres, los primeros dueños
del restaurante y, cuando ambos
fallecieron, se hizo cargo del
lugar, le cambió el nombre y se hizo famosa por sus comidas.
Lucrecia no era muy agraciada, según el decir de sus
vecinos. Alta, delgada, de pecho casi liso, ojos un poco juntos, nariz aguileña
y labios finos, llevaba siempre el cabello recogido y atado con un lazo negro.
Muy pulcra en el vestir, mantenía de igual manera el
local. Decorado con sobriedad ofrecía la garantía de un buen servicio y, sobre
todo, a precios moderados.
En el aire ondulaban los efluvios de los platos elaborados
con tanto esmero. El paladar anticipaba su degustación que luego se convertía
en un verdadero placer al consumir las comidas. Lucre decía que quien probara
sus comidas no se las olvidaba jamás y quería repetir la experiencia. Y no se
equivocaba, porque la gente volvía.
Ustedes se preguntarán en qué consistía su éxito. Se los
diré yo, conocedor del tema y asiduo concurrente al lugar. Uno comía y al poco
tiempo se sentía transportar, una sensación de placidez invadía cuerpo y mente
y la vida se volvía mejor, más liviana, menos triste. Siempre reinaba un
ambiente de alegría y las risas, que al comienzo eran discretas, al rato subían
de tono.
Consultada la dueña de El Guiso Mágico sobre los detalles
de su cocina, se ponía seria, un poco bizca y respondía –el secreto está en los
condimentos-.
-Pero un tuco es un tuco-, le decían, -sí, cebolla, ajo, tomates, pimiento rojo,
orégano, ají molido, laurel, una pizca de azúcar, sal y pimienta… y el
condimento secreto- contestaba.
Ah, el famoso condimento secreto: unas cuantas hebras de
marihuana, de la buena, por supuesto completaban la mezcla de todas las
comidas. Yo lo sabía porque la ayudaba a veces en la cocina.
Pero claro, era un secreto.
Cierto día apareció en El guiso mágico un hombre alto,
elegante, cabello y ojos oscuros y una expresión seria. Supe enseguida que era
el ingeniero agrónomo que había contratado la compañía lechera y, cuando el
Diablo mete la cola… la Lucre se enamoró inmediatamente de él.
El ingeniero –hombre de ciudad- medio desconfiado y poco
hablador, pidió comida. Al rato estaba conversando con su vecina de mesa como
si se conocieran de siempre.
Se transformó.
A partir de ese mediodía el Ing. Sosa -así su apellido-
comenzó a concurrir diariamente al restaurante. Se convirtió en un vicio. Y
también Lucrecia se transformó.
Se soltó el cabello, puso color en sus ropas, amplió las
sonrisas y lo atendía en forma especial. Sosa era indiferente a las deferencias
de Lucre, sólo consumía y hablaba con los otros comensales.
En su desesperación, la Lucre decidió aumentar en los
platos del ingeniero el condimento secreto. Así, con cada comida Sosa aumentaba
su alegría.
Ocurrió que un día se pasó con la dosis, Sosa terminó el
almuerzo y se puso a bailar con la Sra. De Grandoli, la mujer del dueño de la
lechería, que estaba en el local. Al Sr. Grandoli no le resultó graciosa la
situación.
Calmados los ánimos, salieron y cada uno siguió con sus
cosas.
El hecho fue el comentario de todos los comensales de El
guiso mágico y sus alrededores. Lucrecia estaba como loca. Loca de amor, un
amor no correspondido.
Al día siguiente decidió jugarse a todo y puso en el tuco
del ingeniero una sobredosis del condimento secreto.
Lo observó comer tranquilo y mientras lo vigilaba no
entrevió ninguna reacción especial. Internamente, su corazón palpitaba de
alegría.
Terminado el almuerzo Sosa atravesó la puerta de El guiso
mágico, tomó una bocanada de aire fresco y echó a correr como una liebre. Sus
pies casi no tocaban el suelo, tal era la velocidad, al tiempo que gritaba y
gritaba palabras incoherentes.
Nadie sabe dónde y cuándo terminó de correr el Ingeniero
Sosa, sólo se sabe que desde entonces Lucrecia se la pasa llorando.

Cinema
Yeni
Pérez Zamora
a Lucrecia Martel
Hacía tanto que no iba al cine… Con el corazón en la boca
bajó del micro. Miró su relojito. Faltaban quince minutos. Empezaba a las tres
de la tarde. No quería llegar cuando hubiera comenzado porque “Miss Mary” era
toda una historia. Había leído el libro con avidez y ahora vería en la pantalla,
a lo mejor lo que se había imaginado al leer, mientras comiera pochoclo,
sintiéndose la protagonista durante una hora y media, sumergida en la butaca de
cuero con olor a naftalina.
Pero, cuando llegó a la esquina, dos policías le
impidieron pasar. Pensó que estaba soñando. Explicó que debía llegar al cine
antes de las tres. Corrió la media cuadra que la separaba de la puerta. Subió
la escalinata, al tiempo que abría la cartera. Se colgó de la ventanilla de la
boletería. Compró la entrada; no esperó el vuelto.
Volvió la cabeza para saludar a un conocido y fue
entonces cuando vio el espectáculo: la película estaba en su apogeo en medio de
la calle. Quedó petrificada.
Oía los gritos de la directora, quien, trepada en una
plataforma que subía o bajaba con lentitud, tenía el ojo pegado a la lente de
una cámara que registraba todo.
“¡Corten!”, “¡Repetimos todo!”, “¡Escena Teremin 28, de
nuevo!”, eran los mensajes sin conexión, para ella que no entendía nada,
disparados por el altavoz. El grupo de extras repetía con resignación la escena
del músico loco y su Teremin, especie de órgano electrónico sin teclado, al que
no era necesario tocarlo para que sonara. Sólo acercar las manos y el sonido
comenzaba a fluir. El personaje movía las manos dibujando curiosas piruetas en
el aire, como si en lugar de manos tuviera alas. Según la vehemencia y la gracia,
el sonido se volvía más estridente.
Un grupo de extras curiosos caminaba por la vereda, se
paraba a escuchar, contaba hasta diez y reanudaba su camino, justo cuando la
directora le pedía a Carlos, el protagonista, distraído en firmar autógrafos y
recibir besos, que cruzara la calle y avanzara en dirección al extraño casi
ejecutante del Teremin. Ella entendió que la escena debía ser una pieza del
rompecabezas de la historia total.
Se sentó en las escalinatas de mármol del cine para ver
mejor la filmación. Entendió por qué el policía le había impedido pasar en la
esquina. Zafó porque iba al cine. Siguió atenta el despliegue. Sin embargo,
quería entender la historia. Imaginó tres tramas diferentes. En eso, apareció
una adolescente de rostro alucinado a la que un peluquero le acomodaba el
mechón que le caía sobre la frente. Dos muchachos fleteros y un señor con
portafolio cruzaron la escena, mientras un auto se detenía, se abría la puerta
trasera y el primer actor subía, fingiendo realidad. Pero ningún argumento le cerraba.
Se fue metiendo en la filmación, atraída por el
desarrollo de la acción. De nuevo ese loco deseo de ser la protagonista. El
corazón le brincaba en el pecho. “¡Corten!”, gritó, en eso, la directora. Advirtió
que había pasado más de una hora. Recién entonces se acordó del cine y de la
película que tanto deseó ver.
Todavía tenía la entrada en la mano. La arrugó, la hizo
una pelota y la tiró. Ya no le servía: estaba viendo otra película.
Las Cataratas del
Niágara Juana Schuster
Las aguas vienen hostigadas, corren con frenesí, llegan
al borde y se deslizan al vacío.
Túnicas de encaje caen y se estrellan contra las rocas en
un rugido.
El spray nos humedece el rostro. No podemos hablar debido
al grito ronco del salto. Se ve la mano de Dios en la armónica elaboración de
tanta belleza.
La espuma corre en vértigo y rueda al fatal e infinito
derrumbe.
¡Qué armonía grandiosa la de aquel conjunto de cascadas
armadas en la profunda altura!
Indescriptible, indescifrable, solemne gemido de los
saltos, semejante a la nota de un
órgano, que hubiese quedado resonando, bajo la bóveda de
un templo abandonado
Contemplo las barcazas con turistas, el paroxismo de cien
arco iris que se tienden como
puentes de paz, tomo tu mano, nos miramos en estado
hipnótico, entonces ,una voz
íntima que en mi alma resuena, a esa voz potente del río
se mezcla.
Las amigas Celia Elena Martínez
Estela, casada hace veinte años con un reconocido médico
parecía feliz, pero a veces se planteaba a sí misma si eso era felicidad.
Gustavo, su marido viajaba martes y viernes a atender su consultorio de Buenos
Aires, ellos con sus tres hijos vivían en Luján.
Estela era psicóloga y trabajaba todo el día, de lunes a
viernes por la mañana, en el hospital y por la tarde en su consulta .Conocía
los secretos de todo el pueblo y se sorprendía de la cantidad de matrimonios
que se mantenían a pesar de las infidelidades de todos. Ella en cambio no podía
quejarse, su esposo era fiel.
Laura vivía en Buenos Aires en un coqueto departamento
que también usaba para su trabajo de psicóloga. Habían sido compañeras en la
facultad con Estela y con Marisa. Laura tenía una pareja que la visitaba cuando
ambos podían. Él era Gerardo y tenían un hijo de su larga relación de 10 años.
También le comentaba a Estela de la cantidad de infieles que había tanto de
hombres como en mujeres con los casados, concubinos o novios. Todo por supuesto
sin romper el secreto profesional.
Marisa también atendía pacientes y tenía un novio desde
hacía 7 años. Ellos se encontraban en un hotel los días viernes porque ella
tenía dos hijos de un matrimonio anterior. Iban al albergue y comían juntos en un restauran de
la zona.
Damián la dejaba en su casa y volvía a la suya.
Las tres eran amigas y se reunían una vez cada quince
días a almorzar y contarse sus vidas. También hablaban de sus amores, de los
problemas que tenían con ellos. Las tres coincidían en el desgaste por la falta
de presencia de ellos, que tenían que
arreglárselas solas, con los hijos, trabajos y dificultades que se presentaban
a diario en un hogar. Por todo esto mantenían agrias discusiones con sus parejas.
Un mediodía decidieron tomar el café en otro lugar, La
confitería París de Recoleta. De pronto Estela vio entrar a Gustavo muy meloso
con una señorita que resultó ser su asistente. Le comentó a sus amigas que
estaba su marido con su ayudante, las dos miraron a la vez y reconocieron que
habían entrado los tres: Gustavo, Gerardo y Damián que en realidad era el
mismo.
Laura enfurecida quiso pararse e increparlo, pero Estela
le dijo que no, que lo mejor era irse y regañarle cada una por su cuenta. Se
fueron al departamento de Laura que era el más cercano y allí lo decidieron.
Era noche de viernes y se encontraría con ella .Lo llamó
a su celular y le dijo que fuera a su casa dado que los niños esa noche irían
con su padre.
Lo esperaban las tres. Cuando entró se sorprendió. Estela
le pegó un tiro al corazón, fue certero. Después mientras caía Laura apuntó a
la cabeza, cuando terminó de caer Marisa le dio el tiro de gracia en el suelo.
Limpiaron todo, se deshicieron del cuerpo. Las tres
denunciaron su desaparición todo hizo
pensar que había sido un asalto.
Las amigas siguieron reuniéndose cada quince días.
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