venerdì 8 agosto 2014

[Henciclo] interruptor - Los monos de Copán - la columna de H enciclopedia

 
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  ORALIDAD Y SUMISIÓN
Los monos de Copán
Amir Hamed
Animal serio el mono, al menos cuando ocurre algo serio. Según el relato de Joseph Stephens en su Incidentes de viaje en Centroamérica, Chiapas y Yucatán, al llegar a las ruinas de Copán, en la actual Honduras, los monos eran chillones, pero, una vez que él y su equipo, integrado mayoritariamente por indígenas, entraron a la ciudad en 1839 y comenzaron penetrar las pirámides mayas, que habían estado abandonadas por unos 1.000 años, los simios se dejaban de hacer “monerías” y se ponían solemnes, como si fueran “guardianes de un suelo consagrado”. Los monos, por las efigies que iban haciendo emerger de la maleza los exploradores, resultó que habían sido dioses de Copán, por lo menos el Mono Aullador, aunque los glifos, la escritura maya que atesoraba la ciudad abandonada, se mantendrían inaccesibles hasta que una enconada serie de investigadores europeos y estadounidenses, tras siglo y medio, terminara quebrando el código y haciendo posible, entre otras cosas que, a partir de 1980, a los mayas de hoy día, les haya sido dado leer e incluso pronunciar la mayoría de los glifos de Copán. Los mayas, hoy, se enseñan unos a otros, en talleres, la escritura jeroglífica alguna vez perdida, y en las escuelas, los niños aprenden los grifos conjuntamente con la escritura de sus ancestros.

De aceptar el testimonio de Stephens, se podría sospechar que sí estaban custodiando algo consagrado esos simios, algún secreto milenario, tal vez el de su origen divino, ese que recuerda la efigie del MonoAullador. A fin de cuentas, en el Popol Vuh, los monos son descendientes de aquellos hombres de tzité y mujeres de espadaña aniquilados por no pensar ni hablar con los dioses. Estaban los monos en la tierra, según el libro sagrado, como testimonio del autómata, de aquellos hombres y mujeres de madera incapaces de venerar a los dioses, que terminaron devorados por sus propios perros. Vendrían a ser la reliquia del autómata, distinto del hombre, criatura que se había retirado corporalmente de Copán pero que, encriptada en sus glifos, y en el prodigio de sus pirámides, también se había quedado allí.

Claro que el mono, fatalmente ágrafo, solo puede custodiar, con su instinto de bestia, la presencia paradojal del hombre o del dios que ya no está, pero que ha dejado en prenda su escritura su razonamiento, su veneración. Salvo que el mono no se resigne al mono, como sucediera alguna vez en otra selva con uno archifamoso, que terminaría haciéndose con la imaginación del Siglo XX. Es uno distinto al de la manada, uno joven, de diez años, al que los demás, según el libro, dan un nombre que quiere decir piel blanca. Según el libro, que es algo fantasioso, los monos no andan en manada sino que son tribu, aunque éste de piel blanca, que habla como ellos el “parco vocabulario” de las fieras, es de todos modos el más curioso y ha encontrado una cabaña, cuya entrada debe descubrir y aprender a franquear y que guarda dos esqueletos dentro, cuya identidad ignora, además de una cuna, unos libros con ilustraciones y una cartilla con un alfabeto ilustrado.
Las imágenes lo atraen, y pasando páginas llega a las de monos, que están sobre unos insectos que usted, que lee, y yo, que aquí escribo, llamamos letras (“A, de Arquero: el que dispara flechas con arco. B, de Bebé: se llama Joe”, etc.), pero que para el simio son, de momento, nada más insectos, y algunos como moscas, porque tienen como patas, pero a los que no les encuentra ojos. Periódicamente, el mono blanco regresará a la cabaña para pasar cada vez más tiempo con esos bichos hasta que descubra, finalmente, que tienen un sentido, que son un lenguaje en sí mismo, y así, este mono, al que los demás llaman Tarzán, un día habrá aprendido a leer, es decir, habrá dejado de ser mono, es decir, autómata de madera, y se habrá pasado de bando. Se trata de un primate que habla mono pero lee inglés.

La novela de Edgar Rice Burroughs, Tarzán de los monos(1912), fue, en alguna ocasión, señalada como una de las mejores por Gabriel García Márquez, y eso no debe extrañar, ya que el incomprensible manuscrito de Melquiades, en Cien años de soledad, primero parece, a quienes pretenden descifrarlos, estar poblado por moscas, hasta que hegelianamente, al final de la novela, estas moscas se revelan como sánscrito y como la historia finalmente revelada, es decir, apocalíptica, de todos los Buendía. La diferencia entre Tarzán y los Buendía, de todos modos, es que estos últimos ya sabían leer y deben encontrar a qué lengua (por más que parezca estar poblada por moscas) debe aplicar sus técnicas de lectura, en tanto que el mono deja de serlo ni bien aprende a leer, es decir, aprende por primera vez que esas moscas no son moscas y sí un sistema de símbolos.

Ni bien entra en contacto con la escritura, Tarzán ha renunciado al mono y se ha pasado al régimen de los hombres, un régimen que le permitirá reconocer que los esqueletos de la cabaña los restos de sus padres, y que él, que entre los monos es Tarzán, entre los otros, los primates blancos, es Lord Greystock. Sucede que la escritura es aquello que, por su sola presencia, incluso cuando indescifrable, nos hace saber de Otro: detrás de cada uno de esos trazos hay una alteridad, acaso divina: cada letra, cada glifo, cada imagen, descorre una intencionalidad, la de Ése-que-ha-querido-decir(nos)-algo.(leer más)
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