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CONDICIÓN CRÍTICA Carlos Rehermann |
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En uno de sus
libros (probablemente
Por qué son escasas las fieras, aunque es posible que sea en su Introducción a la ecología), el ecólogo Paul Colinvaux hace una observación útil para la explicación de las conductas humanas: los grandes depredadores, como los leones, los tigres o los pumas, necesitan estar en un permanente estado de desasosiego, necesitan sentir el dolor del hambre, para que se ponga en juego su terrible habilidad para la caza. Este británico que enseña en Estados Unidos sostiene que los depredadores son escasos porque el medio que los contiene, incluidos ellos, deben cumplir con la segunda ley de la termodinámica; pero si usted es un lector fiel de esta columna, sus inclinaciones hacen sombra para el lado de las Humanidades, campo del saber que solo admite que le mencionen esa ley de la física a través de vagas metáforas acerca del desorden, que es como nosotros preferimos entender la entropía. Suele no parecernos de buen tono recordar que somos unos bichos con hambre, que consumimos energía y andamos por ahí provistos de un cuerpo. Conviene, para precavernos de ese olvido estratégico, leer esta nota en sentido más estricto que alegórico.
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Una vez que uno lee semejante
evidencia —me refiero a la observación de Colinvaux acerca del hambre perenne
de las fieras—, en la que, sin embargo, generalmente no nos detenemos a
pensar, uno empieza a ser capaz de imaginar el animal, sus flancos magros,
los músculos de sus poderosas patas protruyendo la suave piel en un
movimiento perpetuo en busca de algo para matar y devorar.
¿No siente el lector que la mera
pronunciación de "matar y devorar" le inflama algo, aunque no sepa
con certeza qué? Es que los hombres somos depredadores, aunque, haraganes,
preferimos domesticar a nuestras presas. Cuidamos amorosamente el ganado, y aprendemos
de señoras autistas la manera de tratar amablemente a las
vacas que conducimos al matadero para no estropear la carne con nerviosismos
de cadalso. A tal punto dominamos a la presa. Cazamos lo que queremos, como
queremos y cuando queremos. Nos cazamos a nosotros mismos y nos devoramos,
con frecuencia de manera no demasiado simbólica. El capitalismo industrial es
apenas una manifestación de esa esencia depredadora, y como mecanismo de
creación de orden comunitario, lo mejor sería llamarlo autolisis social.
Pero aunque preferimos meter la
presa en correales, el instinto de cazador, el verdadero y básico instinto de
correr tras lo que huye, no ha desaparecido. Sin ir más lejos, los juegos de
pelota son elaboraciones simbólicas de la caza, aparecidas en épocas en que
las culturas dispusieron de tiempo sobrante para dedicarse a representar lo
que hasta entonces había sido cuestión de supervivencia. Nada es más
elocuente acerca de nuestro carácter de cazadores que la competencia por la
posesión de una pelota en un territorio marcado.
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Como los equipos de fútbol, las especies depredadoras compiten internamente por las presas. No hay más leones porque no alcanza la comida para todos los leones que compiten por ella. El gol, pelota metida en la red, es una representación de la ingestión de la presa, comida metida en el estómago. En la mayor parte de nuestros actos sociales es posible percibir rasgos del depredador máximo, tarea de minucia que conviene dejar para el ejercicio de la imaginación de cada lector.
Los relatos (incluido “El malestar en la cultura”, de Sigmund Freud, de donde
este texto roba el aire de su título) son otras realizaciones humanas que
explicitan el hambre, que es un malestar, del depredador. Los buenos relatos
son descripciones de la incomodidad humana ante la vida social, o cultural,
para emplear el término de Freud. No existen relatos de alegría, de paz, de
equilibrio, de fraternidad. Siempre se trata de situaciones de acoso, de
peligro, de persecución, de pérdida, de agresión, con una abundancia de
muerte violenta que llama la atención. Incluso la más idiota de las comedias
musicales norteamericanas se sostiene sobre un conflicto, palabra elegante
que usan los profesores para explicar que cada relato tiene un motor
originado en la pelea, la mala fe o la intención de asesinar. Nos parece
evidente que un relato que empieza con “Juan y María eran felices” y que
continúa con una descripción de las distintas alternativas de su felicidad es
una torpeza aburrida.(leer más)
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